Ônero
Capítulo 3
Antes de
partir, Faerom les pidió realizar un breve ritual que les ayudaría en su
aventura.
Apoyó el
pulgar de su mano derecha en la frente de Javier y pronunció palabras en un
lenguaje ininteligible. Hubo un tenue destello de luz azulada.
—Yo te
bautizo Genárab, la fortaleza —agregó.
Se dirigió
a Victoria y tras reiterar las palabras incomprensibles una suave luz
verde-azulada, brilló en la parte superior de su rostro.
—Yo te
bautizo Lanay, la sabiduría.
Finalmente
se ubicó frente a Bruce y repitió el procedimiento. En ésta ocasión, el fulgor
fue de verde mortecino.
—Yo te
bautizo Maister, la prudencia.
Finalizado
el ritual, Faerom, sonriente, retrocedió a unos pasos de distancia.
—Genárab Lanay y Maister eran los nombres de los
tres guardianes legendarios, por esa razón les he bautizado con ellos. Desde este
momento serán capaces de comprender todas las buenas lenguas de Ônero. He
liberado parte de las memorias espirituales que duermen en su interior, no
obstante, será su labor alcanzar su máximo potencial.
—¿Entonces
conseguiremos entender palabras cómo las que dijo recién? —preguntó Javier,
ahora llamado Genárab.
—Así es.
—¿Podría
repetirlas?
—No sería
prudente. Sé que sientes curiosidad, pero mejor concéntrate en lo que ha de
venir.
Genárab
asintió, resignado.
Momentos
después terminaron de supervisar sus equipos y provisiones, alistándose para
marchar. Repasaron minuciosamente que cada detalle estuviese en orden. El Sabio
les dio unas últimas indicaciones y consejos
—Me
gustaría poder acompañarlos, pero hay asuntos de vital importancia que debo
atender —su voz sonaba afligida—. Sé que estarán bien sin mí, porque el
espíritu de los guardianes reside en su interior y los dioses velan por
ustedes.
Los jóvenes
se despidieron del hombre que lentamente se perdía en el horizonte. En varias
oportunidades voltearon la vista atrás, hasta que el oasis, finalmente, se
desvaneció en el ondulante paisaje.
Así comenzó
su aventura.
Viajaron
por el desierto a lomos de gibosas
monturas. Eran bestias de grueso porte y gran fortaleza. De altura no
mayor a la de un hombre. Piel gruesa, dura y algo escamosa. Un cuello apenas
visible y una cabeza ancha de aspecto feroz, acentuado por los dos incipientes
cuernos que sobresalían a cada lado, sobre la comisura de los ojos. Faerom les
informó que las criaturas se llamaban lemaks y formaban parte de un grupo
domesticado de su dominio. Los lemaks estaban adaptados para largas travesías
por el desierto y podían pasar hasta veinte días sin condicionarse por tener
que volver a beber agua, no así los jóvenes aventureros, por lo cual habían
atiborrado a las bestias de varios barriles del preciado líquido; además de
numerosas canastas repletas de frutas, vegetales y carne en conserva por si
tenían la necesidad de alimentarse. Habían desayunado bien esa mañana y el
viaje no sería muy largo, les aseguró el Sabio, pero estar preparados, nunca
está de más.
También
llevaban armas: espadas, escudos, arcos y carcajs, distribuidos en igual
cantidad para cada uno de ellos.
—No dejan
de ser objetos inútiles —comentó Maister sonriendo socarrón—. Ninguno de
nosotros fue adiestrado para usarlas.
—Cierto
—asintió Lanay—. Pero, tampoco ninguno de nosotros pensó alguna vez blandir una
hoja en una mortal lucha decisiva contra un demonio —al parecer, ella
disfrutaba mucho de la situación.
—Todos
alguna vez soñamos con tal posibilidad —añadió Genárab—. Y no he dejado de
preguntarme si todo esto no es más que un sueño.
—Eso sería
muy curioso —Lanay rió—. Los tres soñando un mismo sueño individual, creamos un
gran sueño grupal.
Genárab
también celebró tal deducción.
—Si fuese
así —intervino Maister—¿Por qué estamos los tres en él, si nunca nos hemos
visto en la Tierra?
Nadie supo
contestar, y por un largo trecho permanecieron en silencio pensando al
respecto.
Durante
varias horas continuaron su marcha surcando los mares de dunas bajo los
agotadores rayos de sol. El tiempo se escurrió veloz como arena entre sus
dedos. El crepúsculo tiñó de violeta el cielo y aunque aún la oscuridad no
había florecido, a lo lejos, pudieron ver como las luces de la ciudad comenzaban
a encenderse.
Al oeste se
alzaba Moghree, la ciudad más oriental del reino de Shek’ram, rodeada por una
blanca muralla que se extendía varios kilómetros en torno a ella. Los accesos principales se encontraban
ubicados siguiendo los puntos cardinales. Por lo general, los accesos norte y
oeste eran los más concurridos, no así el sur; mientras que el del sector este,
rara vez era frecuentado. Solamente se presentaban por él los shusansaris
cuando pretendían comerciar su botín.
Ese día,
como en tantos otros, nadie formaba fila para ingresar por tal sector, por lo
cual sólo había cuatro guardias, lanza en ristre, apostados en la puerta de arco abovedado que
permitía el ingreso a la ciudad.
—Recuerden
lo que dijo Faerom —les advirtió Genárab—. Somos heraldos llevando un
importante mensaje para el Sabio Maestro. De lo contrario no nos permitirán
ingresar.
Lanay y
Maister asintieron.
Al llegar,
uno de los guardias se aproximó con la mano en la empuñadura de su espada. Los
otros tres los rodearon apuntándolos en forma amenazante con sus lanzas.
—¡Alto ahí!
—ordenó el que se diferenciaba de sus compañeros por llevar un penacho rojo en
el casco—. Debemos revisar su mercancía antes de permitirles ingresar.
—No somos
comerciantes —bufó maister—- Y tenemos prisa.
—Somos
heraldos —agregó Genárab al tiempo que sacaba un pergamino lacrado de uno de
los bolsillos de la túnica que le había entregado Faerom para desempeñar tal
rol—. Tenemos un mensaje para el sabio maestro Murer y es urgente que nos
presentemos ante él —extendió su mano para acercarle el rollo al centinela—.
Como ve, es un documento sellado por un Sabio Maestro y únicamente otro puede
abrirlo.
El guardia observó
el documento unos instantes, luego analizó detenidamente a los jóvenes y
devolvió el pergamino.
—¡Bien,
pueden pasar! —dijo finalmente—. Pero los lemaks deben permanecer fuera.
—De acuerdo
—aceptó Genárab—. Es la primera vez que venimos a ésta ciudad, necesitaremos
alguien que nos guíe hasta el Palacio de Gobierno.
Mientras
que tres centinelas amarraban las riendas de las bestias a los palenques
exteriores, el que estaba al mando se ofreció a guiarlos,
—Soy
Khabsar Ne Bashnir, Capitán de la Guardia Oriental, acompáñenme, por favor.
—¿Por qué
un capitán custodia una puerta? —sintió curiosidad Genárab.
—Porque
ésta puerta suele ser más emocionante que la ciudad —contestó el
Al
ingresar, transitaron por una amplia calle de piedras donde algunos tenderos
terminaban de cerrar sus puestos, otros comenzaban a hacerlo y unos pocos aún
pregonaban su mercancía.
—Por lo
general, los mercados suelen estar abarrotados —les explicó Khabsar—. Pero, por
las noches las calles no son tan seguras. Aunque mis compañeros y yo nos
esforcemos por atraparlos, los malandrines se las ingenian para escapar.
Siguieron
la marcha tras el guardia, observando con detalle a los habitantes de la zona.
Los hombres
vestían calzones largos, túnicas cortas y un chaleco aún más corto, sandalias y
alguno que otro, llevaban un sombrero de forma cilíndrica.
Por su
parte las mujeres lucían largas túnicas de mangas cortas que las cubrían hasta
los pies. No se engalanaban con ningún tipo de joyas. Solamente portaban una
pulsera en la mano derecha, de la cual nacía una delicada cadentita que se ajustaba
a un anillo en el dedo meñique. Pocas eran las que no llevaran una.
—¿Eso tiene
algún tipo de significado? —preguntó Lanay, que había notado el detalle.
—En efecto
—respondió Khabsar—. Son mujeres casadas. Esposas que están unidas a un hombre
por lazos sagrados. Son la mano izquierda de su señor. La cadena representa tal
unión y les recuerda a todos que ya tienen propietario.
—¿Propietario?
—Lanay se horrorizó—. ¿Insinúas que las mujeres somos objetos?
—Esa es la
tradición —el guardia sonrió con picardía y señaló hacia un grupo de personas—.
¿Estás en desacuerdo con eso también?
Habían
llegado a la plaza de la ciudad, una muchedumbre se reunía entorno a un
patíbulo, donde un sujeto postrado de rodillas estiraba su brazo y lo apoyaba
sobre un tocón. Un hombre corpulento se acercó exhibiendo un hacha que agitaba
en el aire mientras la gente a su alrededor vitoreaba y maldecía entre gritos y
silbidos.
Un único
golpe bastó para cercenar la mano derecha del que estaba arrodillado.
Lanay se
cubrió el rostro con las manos.
Genárab
tragó saliva súbitamente, mientras una gota de sudor descendía por su frente.
Maister
admiró la escena sin perder detalle y dejó escapar una leve sonrisa de
satisfacción.
—Ese
delincuente no volverá a robar —comentó Khabsar luego de suspirar con
incomodidad—. Sigamos.
El Palacio
de Gobierno era una edificación imponente construida de granito blanco. Cuatro
cúpulas de bronce bruñido se sobresalían en el techo en cada rincón del mismo,
mientras que en el centro, se alzaba orgullosa una cúpula mayor bañada en oro y
con aplicaciones de rubíes, esmeraldas, zafiros y topacios, que se ceñían a su
alrededor, sobre un cinturón de plata.
Ascendieron
por la escalinata que conducía al portal de ingreso, donde ocho centinelas
aguardaban. Cuatro permanecían, ubicándose dos a cada lado de la puerta,
mientras que los otros cuatro rondaban de un extremo al otro del peristilo.
—Yo hablaré
con ellos para informar quienes son —se excusó Khabsar, dejando a los jóvenes
viajeros unos metros atrás. Momentos después les hizo señas para que se
acercaran y los guardias abrieron las puertas.
Caminaron
por una amplia galería exquisitamente decorada hasta llegar al salón principal.
Nuevamente
el acceso estaba custodiado.
—Estos
heraldos traen un mensaje urgente para el sabio maestro Murer —notificó Khabsar a sus compañeros de armas—.
Yo los escoltaré hasta su presencia.
Los
guardias se hicieron a un lado y pudieron ingresar. Al hacerlo, un hombre gordo
sentado en un trono doce escalones más elevados del suelo y ubicado al fondo de
la estancia aplaudió y seis mujeres que danzaban sensualmente en la sala, se
detuvieron y salieron raudamente del recinto. Vestían calzas de seda vaporosa y
sostenes decorados con lentejuelas y campanillas; y a diferencia de las mujeres
que habían visto anteriormente, éstas lucían varias joyas y alhajas en el
cuerpo. Caminaban meneándose con lujuria. Genárab, ruborizado, las siguió
atentamente con la mirada hasta que la puerta se cerró al salir la última de
ellas.
Solamente
permanecieron en el salón los viajeros, Khabsar, Murer, el jek Shamar Ne
Hommir, mandatario de esas tierras, el comandante general de la guardia y sus
hombres armados.
Khabsar se
adelantó con el pergamino lacrado y se lo entregó al Sabio Maestro. Éste lo observó
y al notar que estaba asegurado con un sello mágico, murmuró unas palabras en
un tono de voz intencionalmente inaudible, para que nadie descubriese la clave
para abrir tales mensajes.
Desenrolló
el papiro. Lo leyó para sí mismo. Se acercó al soberano de la ciudad y le
susurró algo al oído.
El Jek se
puso en pie con expresión hosca y ordenó a gritos:
—¡Guardias
arresten a esos impostores!
No hay comentarios:
Publicar un comentario