jueves, 3 de enero de 2013

Ônero - Reino de Sueños - Capítulo 3


Ônero
Capítulo 3





            Antes de partir, Faerom les pidió realizar un breve ritual que les ayudaría en su aventura.
            Apoyó el pulgar de su mano derecha en la frente de Javier y pronunció palabras en un lenguaje ininteligible. Hubo un tenue destello de luz azulada.
            —Yo te bautizo Genárab, la fortaleza —agregó.
            Se dirigió a Victoria y tras reiterar las palabras incomprensibles una suave luz verde-azulada, brilló en la parte superior de su rostro.
            —Yo te bautizo Lanay, la sabiduría.
            Finalmente se ubicó frente a Bruce y repitió el procedimiento. En ésta ocasión, el fulgor fue de verde mortecino.
            —Yo te bautizo Maister, la prudencia.
            Finalizado el ritual, Faerom, sonriente, retrocedió a unos pasos de distancia.
            Genárab Lanay y Maister eran los nombres de los tres guardianes legendarios, por esa razón les he bautizado con ellos. Desde este momento serán capaces de comprender todas las buenas lenguas de Ônero. He liberado parte de las memorias espirituales que duermen en su interior, no obstante, será su labor alcanzar su máximo potencial.
            —¿Entonces conseguiremos entender palabras cómo las que dijo recién? —preguntó Javier, ahora llamado Genárab.
            —Así es.
            —¿Podría repetirlas?
            —No sería prudente. Sé que sientes curiosidad, pero mejor concéntrate en lo que ha de venir.
            Genárab asintió, resignado.
            Momentos después terminaron de supervisar sus equipos y provisiones, alistándose para marchar. Repasaron minuciosamente que cada detalle estuviese en orden. El Sabio les dio unas últimas indicaciones y consejos
            —Me gustaría poder acompañarlos, pero hay asuntos de vital importancia que debo atender —su voz sonaba afligida—. Sé que estarán bien sin mí, porque el espíritu de los guardianes reside en su interior y los dioses velan por ustedes.
            Los jóvenes se despidieron del hombre que lentamente se perdía en el horizonte. En varias oportunidades voltearon la vista atrás, hasta que el oasis, finalmente, se desvaneció en el ondulante paisaje.
            Así comenzó su aventura.
            Viajaron por el desierto a lomos de gibosas  monturas. Eran bestias de grueso porte y gran fortaleza. De altura no mayor a la de un hombre. Piel gruesa, dura y algo escamosa. Un cuello apenas visible y una cabeza ancha de aspecto feroz, acentuado por los dos incipientes cuernos que sobresalían a cada lado, sobre la comisura de los ojos. Faerom les informó que las criaturas se llamaban lemaks y formaban parte de un grupo domesticado de su dominio. Los lemaks estaban adaptados para largas travesías por el desierto y podían pasar hasta veinte días sin condicionarse por tener que volver a beber agua, no así los jóvenes aventureros, por lo cual habían atiborrado a las bestias de varios barriles del preciado líquido; además de numerosas canastas repletas de frutas, vegetales y carne en conserva por si tenían la necesidad de alimentarse. Habían desayunado bien esa mañana y el viaje no sería muy largo, les aseguró el Sabio, pero estar preparados, nunca está de más.
            También llevaban armas: espadas, escudos, arcos y carcajs, distribuidos en igual cantidad para cada uno de ellos.
            —No dejan de ser objetos inútiles —comentó Maister sonriendo socarrón—. Ninguno de nosotros fue adiestrado para usarlas.
            —Cierto —asintió Lanay—. Pero, tampoco ninguno de nosotros pensó alguna vez blandir una hoja en una mortal lucha decisiva contra un demonio —al parecer, ella disfrutaba mucho de la situación.
            —Todos alguna vez soñamos con tal posibilidad —añadió Genárab—. Y no he dejado de preguntarme si todo esto no es más que un sueño.
            —Eso sería muy curioso —Lanay rió—. Los tres soñando un mismo sueño individual, creamos un gran sueño grupal.
            Genárab también celebró tal deducción.
            —Si fuese así —intervino Maister—¿Por qué estamos los tres en él, si nunca nos hemos visto en la Tierra?
            Nadie supo contestar, y por un largo trecho permanecieron en silencio pensando al respecto.
            Durante varias horas continuaron su marcha surcando los mares de dunas bajo los agotadores rayos de sol. El tiempo se escurrió veloz como arena entre sus dedos. El crepúsculo tiñó de violeta el cielo y aunque aún la oscuridad no había florecido, a lo lejos, pudieron ver como las luces de la ciudad comenzaban a encenderse.
            Al oeste se alzaba Moghree, la ciudad más oriental del reino de Shek’ram, rodeada por una blanca muralla que se extendía varios kilómetros en torno a ella.        Los accesos principales se encontraban ubicados siguiendo los puntos cardinales. Por lo general, los accesos norte y oeste eran los más concurridos, no así el sur; mientras que el del sector este, rara vez era frecuentado. Solamente se presentaban por él los shusansaris cuando pretendían comerciar su botín.
            Ese día, como en tantos otros, nadie formaba fila para ingresar por tal sector, por lo cual sólo había cuatro guardias, lanza en ristre,  apostados en la puerta de arco abovedado que permitía el ingreso a la ciudad.
            —Recuerden lo que dijo Faerom —les advirtió Genárab—. Somos heraldos llevando un importante mensaje para el Sabio Maestro. De lo contrario no nos permitirán ingresar.
            Lanay y Maister asintieron.
            Al llegar, uno de los guardias se aproximó con la mano en la empuñadura de su espada. Los otros tres los rodearon apuntándolos en forma amenazante con sus lanzas.
            —¡Alto ahí! —ordenó el que se diferenciaba de sus compañeros por llevar un penacho rojo en el casco—. Debemos revisar su mercancía antes de permitirles ingresar.
            —No somos comerciantes —bufó maister—- Y tenemos prisa.
            —Somos heraldos —agregó Genárab al tiempo que sacaba un pergamino lacrado de uno de los bolsillos de la túnica que le había entregado Faerom para desempeñar tal rol—. Tenemos un mensaje para el sabio maestro Murer y es urgente que nos presentemos ante él —extendió su mano para acercarle el rollo al centinela—. Como ve, es un documento sellado por un Sabio Maestro y únicamente otro puede abrirlo.
            El guardia observó el documento unos instantes, luego analizó detenidamente a los jóvenes y devolvió el pergamino.
            —¡Bien, pueden pasar! —dijo finalmente—. Pero los lemaks deben permanecer fuera.
            —De acuerdo —aceptó Genárab—. Es la primera vez que venimos a ésta ciudad, necesitaremos alguien que nos guíe hasta el Palacio de Gobierno.
            Mientras que tres centinelas amarraban las riendas de las bestias a los palenques exteriores, el que estaba al mando se ofreció a guiarlos,
            —Soy Khabsar Ne Bashnir, Capitán de la Guardia Oriental, acompáñenme, por favor.
            —¿Por qué un capitán custodia una puerta? —sintió curiosidad Genárab.
            —Porque ésta puerta suele ser más emocionante que la ciudad —contestó el 
            Al ingresar, transitaron por una amplia calle de piedras donde algunos tenderos terminaban de cerrar sus puestos, otros comenzaban a hacerlo y unos pocos aún pregonaban su mercancía.
            —Por lo general, los mercados suelen estar abarrotados —les explicó Khabsar—. Pero, por las noches las calles no son tan seguras. Aunque mis compañeros y yo nos esforcemos por atraparlos, los malandrines se las ingenian para escapar.
            Siguieron la marcha tras el guardia, observando con detalle a los habitantes de la zona.
            Los hombres vestían calzones largos, túnicas cortas y un chaleco aún más corto, sandalias y alguno que otro, llevaban un sombrero de forma cilíndrica.
            Por su parte las mujeres lucían largas túnicas de mangas cortas que las cubrían hasta los pies. No se engalanaban con ningún tipo de joyas. Solamente portaban una pulsera en la mano derecha, de la cual nacía una delicada cadentita que se ajustaba a un anillo en el dedo meñique. Pocas eran las que no llevaran una.
            —¿Eso tiene algún tipo de significado? —preguntó Lanay, que había notado el detalle.
            —En efecto —respondió Khabsar—. Son mujeres casadas. Esposas que están unidas a un hombre por lazos sagrados. Son la mano izquierda de su señor. La cadena representa tal unión y les recuerda a todos que ya tienen propietario.
            —¿Propietario? —Lanay se horrorizó—. ¿Insinúas que las mujeres somos objetos?
            —Esa es la tradición —el guardia sonrió con picardía y señaló hacia un grupo de personas—. ¿Estás en desacuerdo con eso también?
            Habían llegado a la plaza de la ciudad, una muchedumbre se reunía entorno a un patíbulo, donde un sujeto postrado de rodillas estiraba su brazo y lo apoyaba sobre un tocón. Un hombre corpulento se acercó exhibiendo un hacha que agitaba en el aire mientras la gente a su alrededor vitoreaba y maldecía entre gritos y silbidos.
            Un único golpe bastó para cercenar la mano derecha del que estaba arrodillado.
            Lanay se cubrió el rostro con las manos.
            Genárab tragó saliva súbitamente, mientras una gota de sudor descendía por su frente.
            Maister admiró la escena sin perder detalle y dejó escapar una leve sonrisa de satisfacción.
            —Ese delincuente no volverá a robar —comentó Khabsar luego de suspirar con incomodidad—. Sigamos.
            El Palacio de Gobierno era una edificación imponente construida de granito blanco. Cuatro cúpulas de bronce bruñido se sobresalían en el techo en cada rincón del mismo, mientras que en el centro, se alzaba orgullosa una cúpula mayor bañada en oro y con aplicaciones de rubíes, esmeraldas, zafiros y topacios, que se ceñían a su alrededor, sobre un cinturón de plata.
            Ascendieron por la escalinata que conducía al portal de ingreso, donde ocho centinelas aguardaban. Cuatro permanecían, ubicándose dos a cada lado de la puerta, mientras que los otros cuatro rondaban de un extremo al otro del peristilo.
            —Yo hablaré con ellos para informar quienes son —se excusó Khabsar, dejando a los jóvenes viajeros unos metros atrás. Momentos después les hizo señas para que se acercaran y los guardias abrieron las puertas.
            Caminaron por una amplia galería exquisitamente decorada hasta llegar al salón principal.
            Nuevamente el acceso estaba custodiado.
            —Estos heraldos traen un mensaje urgente para el sabio maestro Murer  —notificó Khabsar a sus compañeros de armas—. Yo los escoltaré hasta su presencia.
            Los guardias se hicieron a un lado y pudieron ingresar. Al hacerlo, un hombre gordo sentado en un trono doce escalones más elevados del suelo y ubicado al fondo de la estancia aplaudió y seis mujeres que danzaban sensualmente en la sala, se detuvieron y salieron raudamente del recinto. Vestían calzas de seda vaporosa y sostenes decorados con lentejuelas y campanillas; y a diferencia de las mujeres que habían visto anteriormente, éstas lucían varias joyas y alhajas en el cuerpo. Caminaban meneándose con lujuria. Genárab, ruborizado, las siguió atentamente con la mirada hasta que la puerta se cerró al salir la última de ellas.
            Solamente permanecieron en el salón los viajeros, Khabsar, Murer, el jek Shamar Ne Hommir, mandatario de esas tierras, el comandante general de la guardia y sus hombres armados.
            Khabsar se adelantó con el pergamino lacrado y se lo entregó al Sabio Maestro. Éste lo observó y al notar que estaba asegurado con un sello mágico, murmuró unas palabras en un tono de voz intencionalmente inaudible, para que nadie descubriese la clave para abrir tales mensajes.
            Desenrolló el papiro. Lo leyó para sí mismo. Se acercó al soberano de la ciudad y le susurró algo al oído.
            El Jek se puso en pie con expresión hosca y ordenó a gritos:
            —¡Guardias arresten a esos impostores!

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