Lo último que recordaba Norah antes de cerrar los ojos, era
que se encontraba tendida sobre una camilla en una habitación del hospital. A
su lado se hallaba su esposo, hablándole con palabras mudas que no podía
comprender; pero que sabía, estaban cargadas de dolor y desconsuelo. Podía
sentirlo, aunque no pudiera oírlas.
El mundo comenzaba a desvanecerse
con cruel parsimonia. Sus párpados se volvían más pesados, con cada segundo que
transcurría ganaban peso, dificultándole mantenerlos abiertos, y lentamente
comenzaron a cerrarse; estaba exhausta, ya no poseía fuerzas para luchar. Se
sumió en el más profundo de los sueños. Permaneció allí, en la oscuridad.
Dormida.
Y en esa oscuridad, los recuerdos
invadieron su mente. Vio su vida proyectada en una secuencia cinematográfica
que avanzaba a gran velocidad. De entre todas esas fugaces memorias vinculadas
a tan distintas emociones, eligió una en particular y procuró revivir el
sentimiento de aquella tarde de primavera. Era una niña pequeña. Había ido con
sus padres a pasar el día junto al lago, y mientras ellos la observaban a corta
distancia, ella correteaba a unas coloridas mariposas que revoloteaban sobre las
lilas y los narcisos. Ese recuerdo la hizo feliz. Luego todo oscureció repentinamente.
El tiempo y sus pensamientos se detuvieron. Permaneció allí, en la oscuridad.
Dormida.
Al abrir los ojos nuevamente,
Norah aún se hallaba sobre una camilla; pero la habitación no era la misma. A
su lado ya no se encontraba su esposo, sino un hombre vestido con una bata
blanca escribiendo algo en una tablilla.
—Buenos días, señora Young —dijo
el hombre de blanco a modo de bienvenida—. Su esposo está afuera, le haré pasar
de inmediato. Se alegrará mucho de ver que usted ha despertado. —El doctor se
marchó y segundos después ingresó Frank.
Frank Young, su marido, quien
estuvo junto a ella hasta el momento en que perdió el conocimiento y el hombre
que entró en la habitación, eran sin duda la misma persona; pero a la vez, este
último lucía diferente, muy diferente. Las marcas de expresión se habían acentuado
en torno a su sonrisa, pequeñas patas de gallo habían ganado terreno junto a
los lagrimales y algunas hebras de plata destacaban en su cabellera azabache.
No obstante, se trataba de él, era el mismo hombre; pero varios años mayor.
Frank, pleno de júbilo, se
inclinó para abrazar y besar a su amada; sin embargo, la respuesta de ella fue
fría e indiferente.
—¿Cuánto tiempo ha pasado?
—preguntó, mientras su marido todavía continuaba envolviéndola con sus brazos.
—Nunca pasará el tiempo
suficiente para que deje de amarte —contestó Frank sonriendo; luego se
incorporó y extendió su mano para ayudar a Norah a abandonar la camilla—. Ven,
te explicaré todo cuando estemos en casa.
Abandonaron el edificio y
abordaron una unidad de transporte sistematizado que los llevara a su distrito.
Mientras viajaban, Frank pensaba detenidamente sobre la manera en que le
explicaría la situación a Norah.
—♥—
Trece años antes, cuando el
médico le comunicó que Norah padecía una enfermedad terminal, el mundo de Frank
se desmoronó; quedó completamente en ruinas, gris y desesperanzador como el
mundo exterior que se hallaba más allá de la cúpula geodésica que recubría la
ciudad.
Abatido por la noticia y
embargado por el temor a perder a su amada, buscó un bálsamo que aliviase el
dolor que afligía su alma. Halló una solución que luego se negó a confesar a Norah. Simplemente aguardaría
hasta el día en que ella despertara de nuevo.
Los envases eran habituales en la ciudad y ya todos se habían
acostumbrado a su presencia, así como a sus múltiples quehaceres. Naturalmente,
adquirir uno de ellos era un lujo que sólo unos pocos podían costear; pero
Frank estaba decidido a hacerse con uno para, de ese modo, permanecer junto a
su esposa hasta que su último aliento le abandonara el cuerpo. Por ello no dudó
en solicitar un préstamo que le otorgara los créditos que la operación de Norah
requería. Conseguirlo fue sencillo, simplemente debía aceptar el recargo horario
no bonificado que le aplicarían en su labor asignada; aunque esto suponía el
despido de alguno de sus compañeros de trabajo, ese era un asunto que a Frank
no le importaba en lo más mínimo. Tampoco a la banca-estado que administraba la
vida de todos los registrados en la ciudad de New Eden; prescindir de elementos
“descartables” para favorecer el progreso de la “nueva humanidad” era el
principio fundamental de los tecnócratas regentes. Principio que buscaban
imponer en base a propaganda: prometiendo una vida eterna y una función
establecida e imperecedera. Un papel que desempeñar, según la divina
providencia escrita por quienes toman las decisiones que rigen la vida de
aquellos que sueñan con la esperanza.
«Pero, ¿lo aceptara Norah?» se
preguntaba Frank. Anhelaba permanecer por toda la eternidad junto a su mujer,
pero no quería encadenarla a una vida de esclavitud enmascarada de falsa
libertad. «Siempre podríamos intentar escapar y ser libres en algún lugar donde
pudiésemos estar siempre juntos —imaginaba para su consuelo—. Al menos ella
sobreviviría en el mundo más allá del domo. Ella sería libre».
Y fue esa promesa de libertad la
que le dio el último impulso que necesitaba para tomar la decisión. Le daría a
Norah un cuerpo nuevo, sano, fuerte, eterno. Uno que no padeciera los males de
la posguerra.
—♥—
El hospital ya era parte del
pasado; estaban de regreso en su casa, ese espacio perdido en la colmena de
concreto al que llamaban hogar.
Cenaban, aunque, en realidad, el
único que lo hacía era Frank; Norah ya no necesitaba hacerlo. Su batería le
proporcionaba toda la energía que necesitaba para funcionar de forma autónoma.
Y contaba con energía suficiente para funcionar durante muchos años más.
Entre cada bocado, Frank comentaba
sobre los distintos acontecimientos ocurridos mientras Norah permanecía
“dormida”. Ella simplemente se limitaba a oír y hacer preguntas puntuales al
respecto con semblante inexpresivo, indiferente a las noticias del progreso de
la ciudad que tanto excitaban a su esposo.
—Mucho ha cambiado en la última
década —argumentó Frank—. Tú no eres la única con un cuerpo mejorado, no tienes
porqué sentirte diferente.
«¿Sentir?» reflexionó Norah, y
sus pensamientos se perdieron en la tormenta de sus cavilaciones. Esa palabra
había adquirido una acepción distinta para ella. Percibía el mundo, los
microreceptores en su cuerpo fibrosintético se lo permitían; pero no lo sentía,
no como lo recordaba.
Frank notó que su esposa se
hallaba abstraída a sus propias ideas y no le prestaba mayor atención.
—¿Qué sucede, Norah? —preguntó.
Luego quiso consolarla y añadió—: ¡Ánimo, muñeca!
—¿Muñeca? —preguntó Norah
arqueando una ceja, en una expresión que debía representar el asombro que su
voz no supo transmitir—. ¡¿Eso es lo que soy para ti?! —le espetó
repentinamente—. ¡¿Una muñeca?! ¿Una de esas putas de plástico del distrito
Sinn? —Sus palabras eran duras, pero frías; no transmitían el calor
característico y avasallante que su ira supo poseer. La tormenta de sus labios carecía
del ímpetu de antaño.
Frank guardó silencio, la
reacción de su esposa lo desconcertó. Imaginaba que ella se sorprendería al
descubrir que poseía un nuevo cuerpo; pero no suponía que ello también lo
afectaría a él. No fue la reacción en sí lo que lo hizo comprenderlo, sino la
emoción ausente en Norah. A lo largo de su vida como pareja ocurrieron varias
discusiones, pero en esta ocasión algo era diferente.
Norah también lo notó.
—Déjame un momento a solas, por
favor —pidió.
Frank asintió en silencio, luego tomó
una chaqueta y se marchó.
—♥—
Para poner en orden sus
pensamientos, Frank se dirigió al bar Gog’s, un antro situado en el distrito
Sinn, el sector destinado a los placeres mundanos de los pocas personas que
todavía optaban por permanecer en sus cuerpos mortales. El distrito era famoso
por sus casas de juego y androides sexuales, así como también por sus crímenes
e historias de misteriosos personajes, descontentos con el sistema, que
rumoreaban sobre una rebelión que nunca ocurría; alguien siempre hablaba antes.
«Estúpidas ovejas —murmuró Frank entre
dientes—, soñando ser pastores».
Hubo un tiempo en que él también
soñaba con abandonar la ciudad y escapar del sistema. Pero ese tiempo quedó
atrás. ¿Cuándo dejó de soñar y se convirtió en un engrane más de la maquinaria
social? Frank no lo sabía con certeza, pero estaba casi seguro de que esa
ilusión de utilidad y su propia meta habían hecho mella en sus ideales luego de
tantos años. Fuese cual fuera la razón, ya no le importaba; sólo le importaba
su mujer, por quien tanto había esperado.
«Pero ella no es la misma» se
dijo antes de beber de un solo trago el contenido de su vaso; pidió que se lo
llenaran nuevamente y esta vez le dejaran la botella también. Luego hizo
memoria, buscando comprender las palabras del especialista a cargo de la
operación.
—Su esposa estará bien, el procedimiento
no es tan complicado; sólo llevará tiempo completar el traslado de información —argumentó
el doctor Maurois—. Se le realizará un escaneo para obtener las memorias que luego
se descargarán en la unidad virtual que, posteriormente, se implantará en su
nuevo cuerpo.
—Pero eso no responde a mi
pregunta —objetó Frank—. ¿Norah continuará siendo la misma persona?
—Sus recuerdos serán los mismos.
Es probable que usted la sienta diferente hasta que se acostumbre a ella, pero
todo cambio perceptible en la personalidad de su esposa quedará sujeto a sus
propios recuerdos, señor Young. En esencia, su esposa será la misma, tal como
usted la recuerda, y como ella recuerda.
«Pero los recuerdos son la
evidencia de que hemos vivido. Los recuerdos no hacen a la vida, sólo son
retazos impregnados de emociones» dedujo Frank ya con la mente de regreso en el
bar. «¿Puede considerarse vivo un cuerpo sin alma?» se preguntó aislándose del
entorno para perderse en sus propias reflexiones. Permaneció ensimismado y sin
noción del tiempo buscando una respuesta. Al reaccionar, descubrió que le
temblaba la mano con la cual sostenía el vaso. Comprendió que era hora de
volver.
Llamó al barman y éste se acercó trayendo
consigo una fina tableta de cristal lumínico. Frank deslizó la mano derecha
sobre la pantalla para pagar los créditos de su consumición y luego se encaminó
rumbo a la salida. Por el portal ingresaban un hombre de mediana edad
acompañado por una voluptuosa mujer, una ginoide de placer, sin duda. Frank los
observó en silencio, siguiéndolos con la vista hasta que se ubicaron en una
mesa próxima a uno de los rincones oscuros del salón. Meditó sobre la escena
unos segundos; luego se fue con el semblante ensombrecido.
—♥—
Estando sola en casa Norah intentó
organizar sus ideas, revolucionadas por la vorágine de pensamientos que
pretendían explicar la sensación que le produjo el altercado con su marido.
Luego de unos minutos, pese a no estar convencida de ello, decidió que eran
ideas infructuosas y optó por olvidar el asuntó. Comenzó entonces a recorrer el
apartamento y notó que todo estaba tal cual lo recordaba. Frank no había
cambiado la decoración ni movido siquiera un milímetro los objetos del hogar. «Él
siempre ha sido un nostálgico» se dijo, y continuó su recorrido hasta llegar a
la cocina.
Al ingresar en la estancia, lo
primero que hizo fue dirigir la vista hacia un cuadro que había adquirido en un
viejo bazar de los suburbios. Se trataba de una colorida escena primaveral. Contemplarla
evocó en ella un recuerdo de su infancia: aquella tarde junto al lago. Rememoró
los eventos, tal como lo hizo en el hospital. Esperaba que eso calmara su
angustia. Esperaba que eso la hiciera feliz nuevamente. Esperaba sentir algo.
Pero esta vez no sintió nada. «¿Acaso hay algo malo en mí?» se preguntó.
—¡¿Qué mierda ocurre conmigo?!
—gritó al tiempo en que, sin darse cuenta, golpeaba con fuerza el cuadro. El
cristal, que estalló tras el impacto, dañó su mano: pequeños fragmentos de vidrio
se incrustaron entre sus dedos y la palma. Los retiró con cuidado. Al hacerlo
descubrió que no sentía dolor; aunque percibía los fragmentos en su interior,
su contacto no le producían la más mínima molestia.
Por unos instantes contempló la
posibilidad de tomar uno de los cuchillos del aparador y realizarse una
incisión de mayor tamaño; pero automáticamente descartó la idea, un primitivo
instinto aún residía en ella.
Se llevó las manos al pecho en un
acto reflejo, y se sintió vacía. Pero al cabo de unos segundos recapacitó al
respecto: «Esta sensación no es real. Es una simple interpretación lógica de lo
que debería experimentar» concluyó Norah. «Esto está mal».
—♥—
Frank regresó al apartamento. Se
detuvo frente a la puerta; la cámara de recepción ubicada en la misma analizó su
fisonomía y, tras reconocerlo, le permitió ingresar al tiempo que una voz
mecánica le daba la bienvenida.
Desde el balcón, en una
habitación distinta, Norah contemplaba el cielo gris; ese manto opresivo y
desalentador que se enseñoreaba más allá de los paneles hexagonales de la
cúpula. Con la mirada perdida en lontananza, no se percató de la presencia de
su esposo hasta que una melodía nostálgica puso fin al reinante silencio.
—¿La recuerdas? —preguntó Frank,
con una sonrisa de latente aflicción.
—This Never Happened Before —respondió ella, y las notas evocaron el
recuerdo de aquella tarde de abril en que se conocieron. Fue en el bazar
“Indigo”, el almacén de objetos antiguos donde adquiriría la pintura, esa
artística remembranza de su infancia, y donde también, por capricho del
destino, su camino se encontraría con el de Frank. Cuando sus miradas
coincidieron, en ese mágico instante en que dos almas individuales se unen; fue
precisamente esa canción la que se oía de fondo, escapándose de los parlantes
de un vetusto reproductor.
No obstante en ese momento, la
escena no era tan venturosa, por el contrario, sus rostros eran un fiel reflejo
de la angustia y desesperanza que, con desdén, auguraba el firmamento.
—He cometido un grave error
—confesó Frank con amarga resignación—. Y por el egoísmo de mi soledad te
arrastré a mi sueño, que no ha sido más que mi pecado.
—No te mortifiques —susurró ella
mientras lo tomaba de las manos intentando consolarlo y, mirándolo a los ojos,
añadió—: Yo hubiese hecho lo mismo en tu lugar. Y hubiese tomado la misma
decisión que tú al ver las consecuencias.
—Tarde comprendí qué sueñan
aquellos que están despiertos. —El dolor de su desilusión se materializó en
forma de lágrimas en sus ojos—. ¡Y qué cruel
es la realidad cuando el sueño llega a su fin! Más aun cuando ya no queda otra
ilusión que ocupe su lugar.
—Nosotros conservamos un sueño mutuo
—dijo ella estirando su mano a modo de invitación—. Ahora podemos ser lo que
siempre quisimos ser.
—Así es como debió haber sido…
—Frank suspiró con melancolía.
—Al menos este último recuerdo sí
será mío —apuntó ella.
—No sólo tuyo, será nuestro
—corrigió él—. Como aquella fantasía que compartimos una vez.
Frank tomó a Norah entre sus
brazos, la besó y se aferró a ella aun con mayor fortaleza y convicción.
Juntos se dejaron caer desde el
balcón y sus almas ascendieron más allá de los hexagonales paneles del domo,
más allá del perpetuo cielo gris.
Norah y Frank fueron libres y su
recuerdo se perdió como un susurro en una multitud, como meras lágrimas del
cielo cuando llora sobre el mar.
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