La siguiente es
una historia basada en hechos reales. Los nombres de los individuos mencionados
en ella se han cambiado para preservar la identidad de los involucrados.
Cualquier semejanza con la realidad es intencional. Cualquier similitud con una
historia de ficción es pura coincidencia.
Confieso que he amado
Oh, Vanesa. La mujer más bella que ha hollado esta tierra.
Un ángel que escapó del paraíso mientras algún celador despistado dejó las
puertas abiertas.
No he
dejado de pensar en Vanesa desde aquella tarde en que, literalmente, tropecé
con ella.
Jugaba a la
pelota en la calle con unos amigos, cuando uno de ellos dio un pase largo
elevado y yo me lancé en persecución del balón. Corrí con la mirada perdida en
el cielo rojo del atardecer calculando dónde caería la pelota, y olvidé por
completo que nos encontrábamos en un sendero transitado. Lo cual era normal,
considerando que jugábamos frente al almacén del barrio.
«Es mía» me
dije al ver la esfera de cuero acercarse, sabiendo que le había ganado en
velocidad a mi oponente. La pelota durmió al instante en que se posó sobre mi
empeine. La pisé y luego, con una elegante finta, hice pasar de largo a mi marcador.
Me dispuse
a correr rumbo a ese improvisado y precario arco hecho de escombros, a modo de diminutos postes sin su correspondiente
travesaño; cuando de repente ella se atravesó en el campo de juego.
Mis felinos
reflejos me permitieron frenar a tiempo, y evitaron que la chocara con la
fuerza del empuje que llevaba por mi alocada carrera. No obstante, Daniel,
quien me perseguía, no supo detenerse a tiempo y topó contra mí, arrojándome
contra Vanesa.
—¡¿Por qué
no tenés más cuidado?! —Fueron las primeras palabras que le oí decir.
—Perdón
—balbuceé, inexplicablemente hechizado por esos hermosos ojos verdes que
fulguraban tímidos tras sus gafas—. ¿Estás bien? —pregunté, y lo poco que
quedaba de mi voluntad se marchó de mi ser al verla sonreír. Jamás había visto
sonrisa tan bella, natural ni tierna.
—Sí, pero
debés tener más cuidado —respondió. De la ira con que me recriminó el pequeño
traspié ya no quedaban rastros. Su voz se tornó dulce y melodiosa, como ha de
ser la voz de un ángel.
—Lo tendré
—prometí. Luego, en tono zalamero añadí—: Nunca me perdonaría si llegara a
lastimar a una mujer, mucho menos a una tan hermosa como vos. —Si un ápice de
vergüenza permanecía aún en mí, se evaporó en ese preciso momento.
De aquella calurosa
tarde de verano, la forma en que nos conocimos quedará grabada en mi memoria
por siempre.
♥♥♥♥♥
Es curioso
como ciertas personas se hallan en un mismo planeta, una misma ciudad, un mismo
barrio y no se encuentran hasta que el destino así lo determina.
Vanesa
vivía a cuatro casas de mi hogar, y no lo supe hasta que mis espías —esos
amigos entrometidos que todos tenemos— me comunicaron tan importante información.
Desde
entonces busqué excusas para conversar con ella nuevamente.
Hablar con Vanesa
era placentero, reconfortante y misteriosamente cautivante.
No interesaba
demasiado el tema de conversación. Yo simplemente quería oír su voz y perderme
en la infinita profundidad de sus ojos.
Soñar
despierto con un futuro donde nadie más importara, sólo ella.
Sólo ella y yo en un mundo sin
tiempo.
Finalmente,
tras varias jornadas de pláticas amenas —el medio común para la ardua
investigación sobre su ser interior—, y de caer aún más en el mágico encanto de
la plácida insensatez de exponer mi alma, acordamos una cita.
Ocurrió el fin de semana que le
siguió a nuestro encuentro.
♥♥♥♥♥
El fin de
semana llegó, como era habitual, al finalizar la semana.
Promediaba
la mañana. Era un bello día. El calor aún se negaba a abandonar la ciudad pese
a que el otoño ya había desempacado y remoloneaba en los rincones.
Caminaba
abstraído, perdido en la inmensidad del firmamento.
La brisa vivificante me despabiló
de mis ensoñaciones.
«Bien. El
día llegó. Vanesa espera» me dije. Luego, con cierto resquemor, me pregunté:
«¿Qué es lo peor que podría pasar?» Callé mientras cavilaba con detenimiento en
las múltiples posibilidades. Reparé en una: «Que me rechace y me dé una buena
bofetada. Una piba más, ¿qué más da?» me respondí, y salí en dirección al lugar
acordado.
♥♥♥♥♥
El centro
comunitario del barrio era el punto de reunión. La excusa: una feria de libros.
Para llegar
a destino, debía pasar previamente por el potrero local. Una modesta cancha de
tierra aledaña al dichoso establecimiento.
Iba como de
costumbre, observando el suelo, perdido en algún pensamiento sin sentido,
cuando oí que alguien llamaba mi nombre.
—¡Xero!
¡Xero! —vociferaba Jacobo encarando hacia mi persona, y dejando atrás a un
grupete de pibes del vecindario y otros que nunca había visto antes—. ¡Xero!
¡Xero! ¡Sordo, te estoy llamando a
gritos! —insistió. No es que yo no lo oyera, sino que supe anticipar lo que
estaba por ocurrir; sin embargo no pude impedirlo.
Debería
haberlo ignorado, es lo que suelo recriminarme cuando rememoro aquel día.
Jacobo me
alcanzó. Nos saludamos. Debería haberlo ignorado.
Habían
organizado un partido de fútbol contra un equipo de otro barrio.
—Nos falta
uno —explicó Jacobo.
Quise
rehusarme a participar del juego, pero debo admitir que mucho esfuerzo y
convicción no empleé.
Volví a
casa, me cambié de ropa y regresé al potrero.
“La
redonda” siempre fue más fuerte que yo.
♥♥♥♥♥
El partido
comenzó, y el mundo se esfumó llevándose mis compromisos con él.
El marcador
cambiaba constantemente. Por momentos ganaban los visitantes, luego nosotros
pasábamos al frente. Ellos se ponían en ventaja. Nosotros lo dábamos vuelta.
El resultado
no tenía un dueño asegurado.
Hubiese
sido un simple día más, como cualquier otro en que nos reuníamos para jugar a
la pelota. Pero no lo era, y una jugada cruel y fantástica me lo recordó.
Quise
emular a Zidane cuando asistió en forma brillante a Portillo en aquel gol
contra el Valencia, aquel cuatro a uno de dos mil tres.
Tiré
bicicleta. Pierna derecha para allá, pierna izquierda al otro lado, danzando en
torno al balón. De nuevo, la zanca diestra para un lado y luego la zurda que
sorprende al defensor; permitiéndome escapar por su costado derecho con el
cuero en mi dominio.
Dejé al
zaguero a mis espaldas.
«Mano a
mano con el arquero. Es gol seguro» me dije. Después me relamí saboreando la
victoria.
Me dispuse
a rematar, cuando noté que el mundo comenzó a girar violentamente y un punzante
dolor agobiaba mi tibia.
Nunca supe
el nombre del pibe que me hizo dar dos vueltas por el aire antes de caer de
espalda sobre el suelo.
—¡¡Foul!!
—gritó alguien.
—¡¿Pero vo’
so’ loco?! ¡¿Cómo le vas a pegar así?! —exclamó otro.
Me
reincorporé, más dolido por el hecho que mi jugada de fantasía fuese frustrada
que por el golpe en si.
—Me bajaron
a mí —dije, y tomé el balón—. Yo pateo.
Tiro libre.
La barrera se acomodó. El arquero se cubrió el rostro, haciéndose visera con
las manos enguantadas porque el sol le molestaba.
«No voy a fallar» afirmé para mis adentros
mientras imaginaba que la pelota se clavaba en uno de los ángulos, allí donde
las arañas tejen su trampa.
Pateé con
total convicción.
Fallé. El
balón pasó poco más de un metro por encima del travesaño.
Como yo
perdí la pelota, fue mi obligación ir a buscarla.
Deje la
cancha con parsimonia y me encaminé a la calle. Mas sólo di un par de pasos
cuando “la redonda” volvió brincando en soledad.
—Procura no olvidarla —pidió quién
había arrojado el balón. Al comienzo, sólo pude ver una silueta recortada
contra el dorado sol poniente. Pero reconocí la voz: era Vanesa.
Los dos
amores de mi vida se habían encontrado en un mismo lugar.
El amor que
mi corazón pedía a gritos desesperados.
El amor que
mi alma anhelaba con todas sus fuerzas.
Vanesa y
“la pecosa”.
Había
olvidado mi cita con ella.
Era tarde. Muy tarde.
¿Qué le
habré dicho? No lo recuerdo. Sólo recuerdo sus palabras: «¡No quiero volver a
verte!»
♥♥♥♥♥
Ese día
salvamos el honor del barrio.
Ese día me anoté con un par de goles y unas cuantas
asistencias.
Ganamos el partido. Ganamos la
gaseosa.
Ganamos, pero yo perdí. Perdí mi
amor. Lo dejé escapar. Otra vez.