sábado, 14 de septiembre de 2013

21 gramos de recuerdos

21 gramos de recuerdos



Lo último que recordaba Norah antes de cerrar los ojos, era que se encontraba tendida sobre una camilla en una habitación del hospital. A su lado se hallaba su esposo, hablándole con palabras mudas que no podía comprender; pero que sabía, estaban cargadas de dolor y desconsuelo. Podía sentirlo, aunque no pudiera oírlas.
El mundo comenzaba a desvanecerse con cruel parsimonia. Sus párpados se volvían más pesados, con cada segundo que transcurría ganaban peso, dificultándole mantenerlos abiertos, y lentamente comenzaron a cerrarse; estaba exhausta, ya no poseía fuerzas para luchar. Se sumió en el más profundo de los sueños. Permaneció allí, en la oscuridad. Dormida.
Y en esa oscuridad, los recuerdos invadieron su mente. Vio su vida proyectada en una secuencia cinematográfica que avanzaba a gran velocidad. De entre todas esas fugaces memorias vinculadas a tan distintas emociones, eligió una en particular y procuró revivir el sentimiento de aquella tarde de primavera. Era una niña pequeña. Había ido con sus padres a pasar el día junto al lago, y mientras ellos la observaban a corta distancia, ella correteaba a unas coloridas mariposas que revoloteaban sobre las lilas y los narcisos. Ese recuerdo la hizo feliz. Luego todo oscureció repentinamente. El tiempo y sus pensamientos se detuvieron. Permaneció allí, en la oscuridad. Dormida.
Al abrir los ojos nuevamente, Norah aún se hallaba sobre una camilla; pero la habitación no era la misma. A su lado ya no se encontraba su esposo, sino un hombre vestido con una bata blanca escribiendo algo en una tablilla.
—Buenos días, señora Young —dijo el hombre de blanco a modo de bienvenida—. Su esposo está afuera, le haré pasar de inmediato. Se alegrará mucho de ver que usted ha despertado. —El doctor se marchó y segundos después ingresó Frank.
Frank Young, su marido, quien estuvo junto a ella hasta el momento en que perdió el conocimiento y el hombre que entró en la habitación, eran sin duda la misma persona; pero a la vez, este último lucía diferente, muy diferente. Las marcas de expresión se habían acentuado en torno a su sonrisa, pequeñas patas de gallo habían ganado terreno junto a los lagrimales y algunas hebras de plata destacaban en su cabellera azabache. No obstante, se trataba de él, era el mismo hombre; pero varios años mayor.
Frank, pleno de júbilo, se inclinó para abrazar y besar a su amada; sin embargo, la respuesta de ella fue fría e indiferente.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó, mientras su marido todavía continuaba envolviéndola con sus brazos.
—Nunca pasará el tiempo suficiente para que deje de amarte —contestó Frank sonriendo; luego se incorporó y extendió su mano para ayudar a Norah a abandonar la camilla—. Ven, te explicaré todo cuando estemos en casa.
Abandonaron el edificio y abordaron una unidad de transporte sistematizado que los llevara a su distrito. Mientras viajaban, Frank pensaba detenidamente sobre la manera en que le explicaría la situación a Norah.

—♥—

Trece años antes, cuando el médico le comunicó que Norah padecía una enfermedad terminal, el mundo de Frank se desmoronó; quedó completamente en ruinas, gris y desesperanzador como el mundo exterior que se hallaba más allá de la cúpula geodésica que recubría la ciudad.
Abatido por la noticia y embargado por el temor a perder a su amada, buscó un bálsamo que aliviase el dolor que afligía su alma. Halló una solución que luego se negó  a confesar a Norah. Simplemente aguardaría hasta el día en que ella despertara de nuevo.
Los envases eran habituales en la ciudad y ya todos se habían acostumbrado a su presencia, así como a sus múltiples quehaceres. Naturalmente, adquirir uno de ellos era un lujo que sólo unos pocos podían costear; pero Frank estaba decidido a hacerse con uno para, de ese modo, permanecer junto a su esposa hasta que su último aliento le abandonara el cuerpo. Por ello no dudó en solicitar un préstamo que le otorgara los créditos que la operación de Norah requería. Conseguirlo fue sencillo, simplemente debía aceptar el recargo horario no bonificado que le aplicarían en su labor asignada; aunque esto suponía el despido de alguno de sus compañeros de trabajo, ese era un asunto que a Frank no le importaba en lo más mínimo. Tampoco a la banca-estado que administraba la vida de todos los registrados en la ciudad de New Eden; prescindir de elementos “descartables” para favorecer el progreso de la “nueva humanidad” era el principio fundamental de los tecnócratas regentes. Principio que buscaban imponer en base a propaganda: prometiendo una vida eterna y una función establecida e imperecedera. Un papel que desempeñar, según la divina providencia escrita por quienes toman las decisiones que rigen la vida de aquellos que sueñan con la esperanza.
«Pero, ¿lo aceptara Norah?» se preguntaba Frank. Anhelaba permanecer por toda la eternidad junto a su mujer, pero no quería encadenarla a una vida de esclavitud enmascarada de falsa libertad. «Siempre podríamos intentar escapar y ser libres en algún lugar donde pudiésemos estar siempre juntos —imaginaba para su consuelo—. Al menos ella sobreviviría en el mundo más allá del domo. Ella sería libre».
Y fue esa promesa de libertad la que le dio el último impulso que necesitaba para tomar la decisión. Le daría a Norah un cuerpo nuevo, sano, fuerte, eterno. Uno que no padeciera los males de la posguerra.

—♥—

El hospital ya era parte del pasado; estaban de regreso en su casa, ese espacio perdido en la colmena de concreto al que llamaban hogar.
Cenaban, aunque, en realidad, el único que lo hacía era Frank; Norah ya no necesitaba hacerlo. Su batería le proporcionaba toda la energía que necesitaba para funcionar de forma autónoma. Y contaba con energía suficiente para funcionar durante muchos años más.
Entre cada bocado, Frank comentaba sobre los distintos acontecimientos ocurridos mientras Norah permanecía “dormida”. Ella simplemente se limitaba a oír y hacer preguntas puntuales al respecto con semblante inexpresivo, indiferente a las noticias del progreso de la ciudad que tanto excitaban a su esposo.
—Mucho ha cambiado en la última década —argumentó Frank—. Tú no eres la única con un cuerpo mejorado, no tienes porqué sentirte diferente.
«¿Sentir?» reflexionó Norah, y sus pensamientos se perdieron en la tormenta de sus cavilaciones. Esa palabra había adquirido una acepción distinta para ella. Percibía el mundo, los microreceptores en su cuerpo fibrosintético se lo permitían; pero no lo sentía, no como lo recordaba.
Frank notó que su esposa se hallaba abstraída a sus propias ideas y no le prestaba mayor atención.
—¿Qué sucede, Norah? —preguntó. Luego quiso consolarla y añadió—: ¡Ánimo, muñeca!
—¿Muñeca? —preguntó Norah arqueando una ceja, en una expresión que debía representar el asombro que su voz no supo transmitir—. ¡¿Eso es lo que soy para ti?! —le espetó repentinamente—. ¡¿Una muñeca?! ¿Una de esas putas de plástico del distrito Sinn? —Sus palabras eran duras, pero frías; no transmitían el calor característico y avasallante que su ira supo poseer. La tormenta de sus labios carecía del ímpetu de antaño.
Frank guardó silencio, la reacción de su esposa lo desconcertó. Imaginaba que ella se sorprendería al descubrir que poseía un nuevo cuerpo; pero no suponía que ello también lo afectaría a él. No fue la reacción en sí lo que lo hizo comprenderlo, sino la emoción ausente en Norah. A lo largo de su vida como pareja ocurrieron varias discusiones, pero en esta ocasión algo era diferente.
Norah también lo notó.
—Déjame un momento a solas, por favor —pidió.
Frank asintió en silencio, luego tomó una chaqueta y se marchó.

—♥—

Para poner en orden sus pensamientos, Frank se dirigió al bar Gog’s, un antro situado en el distrito Sinn, el sector destinado a los placeres mundanos de los pocas personas que todavía optaban por permanecer en sus cuerpos mortales. El distrito era famoso por sus casas de juego y androides sexuales, así como también por sus crímenes e historias de misteriosos personajes, descontentos con el sistema, que rumoreaban sobre una rebelión que nunca ocurría; alguien siempre hablaba antes.
            «Estúpidas ovejas —murmuró Frank entre dientes—, soñando ser pastores».
Hubo un tiempo en que él también soñaba con abandonar la ciudad y escapar del sistema. Pero ese tiempo quedó atrás. ¿Cuándo dejó de soñar y se convirtió en un engrane más de la maquinaria social? Frank no lo sabía con certeza, pero estaba casi seguro de que esa ilusión de utilidad y su propia meta habían hecho mella en sus ideales luego de tantos años. Fuese cual fuera la razón, ya no le importaba; sólo le importaba su mujer, por quien tanto había esperado.
«Pero ella no es la misma» se dijo antes de beber de un solo trago el contenido de su vaso; pidió que se lo llenaran nuevamente y esta vez le dejaran la botella también. Luego hizo memoria, buscando comprender las palabras del especialista a cargo de la operación.
—Su esposa estará bien, el procedimiento no es tan complicado; sólo llevará tiempo completar el traslado de información —argumentó el doctor Maurois—. Se le realizará un escaneo para obtener las memorias que luego se descargarán en la unidad virtual que, posteriormente, se implantará en su nuevo cuerpo.
—Pero eso no responde a mi pregunta —objetó Frank—. ¿Norah continuará siendo la misma persona?
—Sus recuerdos serán los mismos. Es probable que usted la sienta diferente hasta que se acostumbre a ella, pero todo cambio perceptible en la personalidad de su esposa quedará sujeto a sus propios recuerdos, señor Young. En esencia, su esposa será la misma, tal como usted la recuerda, y como ella recuerda.
«Pero los recuerdos son la evidencia de que hemos vivido. Los recuerdos no hacen a la vida, sólo son retazos impregnados de emociones» dedujo Frank ya con la mente de regreso en el bar. «¿Puede considerarse vivo un cuerpo sin alma?» se preguntó aislándose del entorno para perderse en sus propias reflexiones. Permaneció ensimismado y sin noción del tiempo buscando una respuesta. Al reaccionar, descubrió que le temblaba la mano con la cual sostenía el vaso. Comprendió que era hora de volver.
Llamó al barman y éste se acercó trayendo consigo una fina tableta de cristal lumínico. Frank deslizó la mano derecha sobre la pantalla para pagar los créditos de su consumición y luego se encaminó rumbo a la salida. Por el portal ingresaban un hombre de mediana edad acompañado por una voluptuosa mujer, una ginoide de placer, sin duda. Frank los observó en silencio, siguiéndolos con la vista hasta que se ubicaron en una mesa próxima a uno de los rincones oscuros del salón. Meditó sobre la escena unos segundos; luego se fue con el semblante ensombrecido.

—♥—

Estando sola en casa Norah intentó organizar sus ideas, revolucionadas por la vorágine de pensamientos que pretendían explicar la sensación que le produjo el altercado con su marido. Luego de unos minutos, pese a no estar convencida de ello, decidió que eran ideas infructuosas y optó por olvidar el asuntó. Comenzó entonces a recorrer el apartamento y notó que todo estaba tal cual lo recordaba. Frank no había cambiado la decoración ni movido siquiera un milímetro los objetos del hogar. «Él siempre ha sido un nostálgico» se dijo, y continuó su recorrido hasta llegar a la cocina.
Al ingresar en la estancia, lo primero que hizo fue dirigir la vista hacia un cuadro que había adquirido en un viejo bazar de los suburbios. Se trataba de una colorida escena primaveral. Contemplarla evocó en ella un recuerdo de su infancia: aquella tarde junto al lago. Rememoró los eventos, tal como lo hizo en el hospital. Esperaba que eso calmara su angustia. Esperaba que eso la hiciera feliz nuevamente. Esperaba sentir algo. Pero esta vez no sintió nada. «¿Acaso hay algo malo en mí?» se preguntó.
—¡¿Qué mierda ocurre conmigo?! —gritó al tiempo en que, sin darse cuenta, golpeaba con fuerza el cuadro. El cristal, que estalló tras el impacto, dañó su mano: pequeños fragmentos de vidrio se incrustaron entre sus dedos y la palma. Los retiró con cuidado. Al hacerlo descubrió que no sentía dolor; aunque percibía los fragmentos en su interior, su contacto no le producían la más mínima molestia.
Por unos instantes contempló la posibilidad de tomar uno de los cuchillos del aparador y realizarse una incisión de mayor tamaño; pero automáticamente descartó la idea, un primitivo instinto aún residía en ella.
Se llevó las manos al pecho en un acto reflejo, y se sintió vacía. Pero al cabo de unos segundos recapacitó al respecto: «Esta sensación no es real. Es una simple interpretación lógica de lo que debería experimentar» concluyó Norah. «Esto está mal».

—♥—

Frank regresó al apartamento. Se detuvo frente a la puerta; la cámara de recepción ubicada en la misma analizó su fisonomía y, tras reconocerlo, le permitió ingresar al tiempo que una voz mecánica le daba la bienvenida.
Desde el balcón, en una habitación distinta, Norah contemplaba el cielo gris; ese manto opresivo y desalentador que se enseñoreaba más allá de los paneles hexagonales de la cúpula. Con la mirada perdida en lontananza, no se percató de la presencia de su esposo hasta que una melodía nostálgica puso fin al reinante silencio.
—¿La recuerdas? —preguntó Frank, con una sonrisa de latente aflicción.
This Never Happened Before —respondió ella, y las notas evocaron el recuerdo de aquella tarde de abril en que se conocieron. Fue en el bazar “Indigo”, el almacén de objetos antiguos donde adquiriría la pintura, esa artística remembranza de su infancia, y donde también, por capricho del destino, su camino se encontraría con el de Frank. Cuando sus miradas coincidieron, en ese mágico instante en que dos almas individuales se unen; fue precisamente esa canción la que se oía de fondo, escapándose de los parlantes de un vetusto reproductor.
No obstante en ese momento, la escena no era tan venturosa, por el contrario, sus rostros eran un fiel reflejo de la angustia y desesperanza que, con desdén, auguraba el firmamento.
—He cometido un grave error —confesó Frank con amarga resignación—. Y por el egoísmo de mi soledad te arrastré a mi sueño, que no ha sido más que mi pecado.
—No te mortifiques —susurró ella mientras lo tomaba de las manos intentando consolarlo y, mirándolo a los ojos, añadió—: Yo hubiese hecho lo mismo en tu lugar. Y hubiese tomado la misma decisión que tú al ver las consecuencias.
—Tarde comprendí qué sueñan aquellos que están despiertos. —El dolor de su desilusión se materializó en forma de lágrimas en sus ojos—. ¡Y qué  cruel es la realidad cuando el sueño llega a su fin! Más aun cuando ya no queda otra ilusión que ocupe su lugar.
—Nosotros conservamos un sueño mutuo —dijo ella estirando su mano a modo de invitación—. Ahora podemos ser lo que siempre quisimos ser.
—Así es como debió haber sido… —Frank suspiró con melancolía.
—Al menos este último recuerdo sí será mío —apuntó ella.
—No sólo tuyo, será nuestro —corrigió él—. Como aquella fantasía que compartimos una vez.
Frank tomó a Norah entre sus brazos, la besó y se aferró a ella aun con mayor fortaleza y convicción.
Juntos se dejaron caer desde el balcón y sus almas ascendieron más allá de los hexagonales paneles del domo, más allá del perpetuo cielo gris.
Norah y Frank fueron libres y su recuerdo se perdió como un susurro en una multitud, como meras lágrimas del cielo cuando llora sobre el mar.


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jueves, 11 de julio de 2013

Serenata a un viajero perdido



Serenata a un viajero perdido





Cristian avanzó cautivado por la melodía. Guiado por una mano invisible, misteriosa, y que a la vez le evocaba la nostalgia de sentirla conocida.
            Se adentró en lo profundo del bosque, dando trompicones. Su visión era limitada, el espeso follaje de los pinos y abedules dificultaba el ingreso de los rayos lunares. Sólo unas pocas lanzas de luz pudieron superar tal barrera y le ayudaron a encontrar un sendero.
            Al llegar a un claro, halló el origen de la melodía. A orillas del lago, sentada sobre el tronco de un árbol caído, se hallaba la mujer más bella que alguna vez hubiese visto. El rubor en sus mejillas destacaba en su nívea piel, dotándola de una dulzura natural, casi mágica. La mortecina luz nocturna realzaba, aún más, el majestuoso color de las hebras plateadas de su largo cabello. Diminutas esferas refulgentes revoloteaban a su alrededor. Con sus delicados dedos arrancaba de una lira las tristes notas que lo habían cautivado, conduciéndolo hasta ella. A Cristian se le antojo que se trataba de una ilusión.
            La mujer dejó de tañer las cuerdas al verle llegar. Le obsequió una sonrisa tierna, cálida, pero cargada con cierto aire de melancolía.
            —Finalmente me has encontrado —dijo, y sus cerúleos ojos se cubrieron de lágrimas. Las esferas de luz se alejaron raudas hacia el lago.
            El joven perdido en el bosque se debatía en comprender si se trataba de una onírica visión o una realidad fantástica, y no supo responder. Las palabras le rehuyeron. Permaneció en silencio.
            —Veo que me has olvidado. En cierta forma lo esperaba, pero conservaba esperanzas de que no sea así —se lamentó la dama—. Supongo que soy yo quien se niega a olvidar.
            —Yo… no… —Cristian quiso excusarse por no encontrar las palabras justas para expresar la vorágine de sensaciones tan diversas y confusas que luchaban en su interior. Había algo en aquella mujer que alivianaba su alma, que lo llenaba de gozo, de paz. Quiso poder ser capaz de recordar. Pero no pudo—. Lo siento.
            La mujer suspiró, cabizbaja. Levantó la frente, lo miró directamente a los ojos y volvió a sonreír.
            —Ven, acércate —le pidió, extendiendo la mano derecha con gracia.
            Cristian dudo por un instante. Un instante muy breve, fugaz. No sentía temor ni recelo. Había algo en esa misteriosa mujer que le resultaba familiar. Dolorosamente familiar.
            Se acercó a ella con pasos calmos, seguros. Se sentó sobre el suelo, a poco más de un metro de distancia. La angelical figura lo contemplaba en silencio. Él le correspondió, maravillado. Veía con admiración la aureola que la luz producía al reflejarse en los plateados cabellos, que la suave brisa acariciaba y desordenaba a placer.
            Permanecieron así. En silencio. Intercambiando miradas a modo de mudas palabras, bajo la custodia atenta de la luna llena.
            El joven temía romper el encanto de la mágica escena, pero necesitaba saber y aventuró unas palabras queriendo iniciar una conversación.
            —Mi nombre es…
            —Cristian. Lo sé. —Lo interrumpió ella y él quedó perplejo—. Nos conocimos en este mismo lugar, tiempo atrás. Tiempo que para mí ha sido una eternidad. Pero veo que tú me has olvidado.
            —No, no es eso. Es sólo que… que… —Las palabras volvieron a escapársele, abandonándolo en su confusión interior—. Es sólo que no recuerdo. No es lo mismo. Me he es muy difícil poder explicarlo.
            —Te comprendo. En verdad, te comprendo. —Ella inclino su cuerpo, en un leve movimiento, intentando levantarse de su sitio. Quería correr a sus brazos, mas se contuvo y permaneció sentada. Fingiendo la templanza que anhelaba tener—. No me recuerdas, pero no puedes olvidarme. Por eso estoy aquí. Para ayudarte a cerrar la puerta que nos une y nos separa a la vez.
            Cristian no consiguió comprender sus palabras, pero compartía el sufrimiento que las mismas implicaban y que ella pretendía no sentir, aunque el tenue brillo en sus ojos la delatara.
            —He pedido que se me concediera volver a verte una vez más. Una última vez, para despedirnos. —Ella se apartó del rostro unos cabellos que el viento había encrespado, luego lo miró con ojos llenos de lágrimas—. Para decir adiós.
            Cristian se aproximó repentinamente, quedó con una de sus rodillas sobre el suelo y la tomó de las manos, con ternura y firmeza.
            —¡Espera, por favor! —Imploró—. Necesito saberlo. Siento que hay una parte de mí que falta, que me ha sido arrebatada. No comprendo lo que ocurre. No recuerdo nada en absoluto, pero te siento en lo profundo de mi corazón. Siento que quiero abrazarte, besarte y no dejarte ir. No quiero perderte otra vez.
            No hizo nada de lo que dijo. No se atrevía.
Sin embargo fue ella quien se arrojó sobre él, convirtiendo en acciones los pensamientos que pasaron por la mente de Cristian.
El joven sabía que esa escena se había repetido incontables veces. Una voz le hablaba en su interior. Su corazón lo sabía. Pero él no recordaba.
            Quedaron tumbados sobre el fresco césped. Él de espaldas. Ella encima de él.
            —Perdóname. ¡Soy una estúpida! Esto está mal. No debería haberlo hecho —dijo entre sollozos, arrepentida. Intento librarse de él, pero Cristian la aferró aún con más fuerza y ella no se resistió—. Soy débil.
            —No te preocupes —dijo Cristian con ternura, consolándola. Le acarició el cabello, mientras ella reposaba la cabeza sobre su pecho—. Yo también quería hacerlo, tú simplemente te me adelantaste.
            Ella lo tomó de la mano.
            —¿Has oído mi serenata? —preguntó—. La he tocado sólo para ti.
            —Constantemente. Esa melodía me acompaña, como un susurro en el viento. Durante el día, incluso en la universidad, cuando mis pensamientos huyen de las clases. Durante la noche, cuando contemplo las estrellas. En ocasiones creo ver un rostro dibujarse en mi mente. ¿Eres tú, cierto?
            —Sí.
            —¿Esto es un sueño?
            —No, y si lo es, no quiero despertar.
            Él besó su frente y ella se estremeció.
            —¿Aún sientes dolor en tu pecho? —indagó, acariciándole el tórax—. ¿Qué sientes?
            —Un dolor punzante que me abrasa por dentro —respondió Cristian, y se sintió afligido, pero reconfortado a la vez—. Te preguntaría cómo es que sabes. Mas no hace falta, ¿verdad? Tú lo sabes todo acerca de mí, pero yo no te recuerdo. Siento que hay un vacío en mí. Una historia de la que no sé el final. Un pasado perdido. ¿Podrías explicármelo? ¿Podrías al menos decirme tu nombre? Necesito recordar.
            Ella se apartó de él repentinamente. Se sentó a su lado.
            —No, no puedo hacerlo —confesó. Se mordió los labios—. Mi misión no es ayudarte a recordar, sino a olvidar. Es mejor así. Es por tu bien.
            —¿Cómo puede ser mejor que no recuerde, que desconozca una parte de mí? Una parte que siento es importante.
            Ella no respondió, simplemente lo observaba en silencio.
            En el cielo las nubes se abrieron, dando paso a la luna que, con su luz, bañó de plata el lago que se extendía hasta perderse en un horizonte lejano. Las diminutas esferas brillantes que antes revoloteaban en torno a la mujer, ahora daban vueltas elípticas sobre el agua.
            —No queda mucho tiempo —susurró ella, con voz queda y lastimera. Se puso en pie, Cristian la imitó—. Debo marcharme. —Avanzó hacia él. Lo abrazó. Dejó caer la cabeza sobre su pecho. Las lágrimas le corrían por el rostro—. Esta vez será un adiós definitivo.
            —¡No quiero! —La aferró con energía, llevado por un impulso que nació en su interior. Sentía un extraño escozor en el tórax—. Siento que ya te he perdido antes. Sé que fue así. No  quiero que vuelva a ocurrir.
            —Tus recuerdos fueron borrados —reveló ella de repente, en un acceso de sinceridad y compasión—. Todo, desde el día en que nos conocimos hasta que… —Calló—. Este lugar, mi nombre, tu… —Calló—. Todo fue quitado de tu mente. Pero tu corazón aún me recuerda. Por eso todavía oyes mi canción. Por eso estoy aquí. Soportas el peso de mis actos. Fui egoísta. Lo siento. —Su voz comenzaba a quebrarse—. Pero a partir de esta noche te libero de esa carga. Yo conservaré nuestros recuerdos. —Su voz se quebró por completo. Unas gotas perladas por la luz de luna escaparon de sus ojos de cielo—. Tú sólo vive. —Extrajo una pequeña bolsita de la faja con la cual se ceñía la túnica a la cintura—. Vive y olvida.
            Sacó de la bolsita un puñado de un polvillo gris y lo sopló en el rostro de Cristian. La sustancia se introdujo en él. Llenó sus pulmones. La percibía recorriéndole el cuerpo entero. Su corazón se aceleró, luego comenzó  a latir con mayor tranquilidad. Sus músculos se entumecieron. Finalmente se relajó, contra su voluntad.
            —Es extracto de erinemona —explicó ella—. No te hará daño, solo paraliza.
Se aproximó a él. Lo besó con ternura, y Cristian sintió turbar su mente por un torbellino de imágenes que acudían a él y se marchaban fugaces, cediendo terreno a la oscuridad. La muchacha retiró sus cálidos labios y en él sólo quedó el vacío. Un espacio en blanco.
La vio retroceder, en dirección al lago, con la mano en alto moviéndola lentamente en un ademán de despedida.
—Adiós —dijo ella, con voz apagada y penosa, como el viento invernal—. No te olvidaré.
La mujer caminó rumbo al lago, adentrándose en sus frías aguas. Las diminutas esferas refulgentes volvieron. Danzaban en torno a ella.
Cristian, paralizado, solamente podía contemplarla. No comprendía la escena. Tampoco le importaba. Su mente estaba en blanco. Vacía.
La mujer detuvo su andar cuando el agua le llegó a la altura de su cintura. El lago entero resplandeció con una tenue luz blanquecina. Tras un breve momento en que volvió la vista atrás, ella continuó su marcha hasta quedar completamente cubierta por el agua. Su figura se perdió en la luz.
El lago se había convertido en una imponente luna líquida que ondulaba perdida en la inmensidad de un bosque ignoto.
De pronto, la luz ganó en intensidad hasta volverse cegadora. El amplio horizonte blanco comenzó a desvanecerse a gran velocidad. Tras unos segundos, el  imponente lago de luz se vio reducido a un pequeño estanque opaco y sin vida.
La misteriosa mujer había desaparecido, pero su figura aún permanecía dibujada en la mente confundida de Cristian.
El joven lentamente recuperó el control de su cuerpo.
Sentía el vacío en su interior, mas ya no habían ausencias en su ser.
El viento ya no le susurraba ninguna triste melodía.
Estaba perdido en un lugar desconocido. Se encontraba agotado. Confundido.
Miró a las estrellas y suspiró. Las nubes, como largos tentáculos oscuros, se apoderaban de la luna. Las sombras comenzaron a devorar el bosque. Veloces. Hambrientas. Todo se perdió en las penumbras, excepto un pequeño círculo frente a él. Vio en dirección al estanque el reflejo del contorno lunar que se desvanecía y el sabor de un melancólico beso impregnó sus labios. Un nombre azotó su mente.
—Jo… Joss… —balbuceaba—. Jossie… ¡Jossie! —Recordó repentinamente y las imágenes perdidas volvieron a él, arrollaron su mente en una salvaje estampida. Recordó a la mujer, su nombre, su canción. Recordó donde estaba. Recordó el dolor en su pecho. La espada clavada en el y la cruel sonrisa de quien asía la empuñadura. Recordó las gotas de lágrimas golpeando su rostro. Recordó la cara de la mujer que lo llamaba. Recordó la oscuridad y su corazón se agitó. Se le dificultaba respirar—. ¡¡Jossie!! —gritó desesperado. Sus recuerdos habían regresado. No la olvidaría mientras su corazón continuara latiendo.
Finalmente la oscuridad lo devoró también a él. El mundo desapareció.
Abrió los ojos de par en par, sobresaltado. Exhausto. El sudor corría por todo su cuerpo. Ya no había oscuridad. Tampoco había un bosque. Se hallaba en su habitación. En  su hogar. Algo era distinto. El aroma de las flores silvestres flotaba en el aire, cuando lo habitual era el humo de sus cigarrillos. Vicio que adquirió hace sólo unos pocos meses, tras la ruptura con su novia. Guardó silencio. Pero ya no oía la triste melodía, sólo el bullicio habitual de una ciudad caótica. Se sintió vacío, otra vez.
Se dejó caer de espaldas sobre la cama. Miró hacia su izquierda, el lugar donde ella solía estar. No había nadie.
Se asomó al balcón. Llevaba un cigarrillo. No lo encendió. Simplemente lo arrojó al vacío, mascullando palabras absurdas. Maldiciendo la ciudad.
Centró la vista en las estrellas.
—Jossie —murmuró.
Bajó la mirada, abatido. Quiso consolarse buscando una excusa.
—Sólo fue un sueño… Un bello sueño.

martes, 26 de febrero de 2013

Lucas

Lucas



                Erase una vez, en una pequeña ciudad de nuestro gran mundo, un niño llamado Lucas. Lucas le temía a la oscuridad, por eso  su mayor anhelo era encontrar la forma de acabar con la noche; para lograr así que el sol brille en todo momento y con su luz hacer cada día más luminoso y que la oscuridad no encontrase refugio, sin importar la hora que fuese.
            Todas las noches antes de irse a dormir, Lucas, observando por la ventana, le pedía su deseo a las estrellas. Esa vez en el firmamento únicamente brillaba una estrella, bella y solitaria, cual blanca rosa nacida en el más oscuro prado. Tras cumplir su ritual, orgulloso y satisfecho por lo realizado, regresó a su cama confiado de que sus plegarias habían sido escuchadas.
            Luego de encender una lámpara de suave luz para ahuyentar al Coco y asegurar el armario para que el monstruo que vive en él no pudiese escapar, su madre le daba el beso de las  buenas noches y lo dejaba solo en su dormitorio.
            Pero, como siempre, Lucas permanecía despierto un tiempo más, inspeccionando minuciosamente cada rincón de la habitación para asegurarse que ningún ser de los que viven en la oscuridad se hubiese colado en ella. No obstante, poco a poco el cansancio iba haciendo mella en él y sus párpados se volvían progresivamente más pesados, hasta que ya no podía mantenerse vigilante. El sueño le vencía.
            Así eran todas sus noches. Así era como se quedaba profundamente dormido.
           

―¡Despierta, Lucas! —le dijo una suave y melodiosa voz.
            Al abrir los ojos, Lucas descubrió que ya no se encontraba en su dormitorio, sino que se hallaba sobre una cama de cristal en un luminoso cuarto, en el cual la luz parecía provenir de todas las direcciones al mismo tiempo y no nacer de una en particular. Junto a él, sentada en una mecedora, también  de cristal, estaba una mujer de largo cabello negro y labios carmesí que destacaban sobre su bello rostro de nívea piel.
            ―¿Dónde estoy? —preguntó Lucas, desorientado.
            ―Te encuentras en Fantasía, hogar de los sueños —respondió la mujer―. Mi nombre es Selene, soy la guardiana de los sueños.
            Selene es quien guía a los soñadores en la Tierra de los Sueños, ayudándoles a encontrar el camino a sus utopías e ilusiones. Ella es quien mantiene el equilibrio en los buenos sueños y evita además que se conviertan en pesadillas; aunque en ocasiones, esto le sea difícil de lograr.
            —¿Esto es un sueño? ―preguntó el pequeño sin comprender lo que ocurría.
            ―No. Lucas, no lo es. Y gracias a ti nadie volverá a soñar de nuevo.
            La respuesta no fue la que el niño esperaba. Lucas siempre fue el héroe en todas las aventuras que tuvo en sus ensoñaciones. Había sido el bravo piloto de avión que acabó con un ejército de perversos extraterrestre. Había sido el valiente caballero que salvó a una hermosa princesa de las garras de un malvado dragón. Había sido el protagonista en numerosas hazañas, y siempre era el héroe, por eso no entendía de qué se lo acusaba.
            ―Al desear que la Noche dejase de existir, creyendo que así la Oscuridad desaparecería, destruiste la puerta de acceso a este mundo —respondió rauda Selene a la pregunta que rezumaba en los ojos del confundido pequeño. Hizo una breve pausa mientras sujetaba a Lucas de la mano con ternura; luego añadió―: Al no existir la Noche, muchos sueños se vieron afectados. Y la Oscuridad a la que tanto temes, se ha hecho fuerte en esta tierra, alimentándose de los malos sueños que se originan en un mundo tan alterado y antinatural como lo es tu hogar últimamente.
»Tú cáusate el caos que hoy reina en Fantasía; por ello, solamente tú eres el único que puede solucionarlo. ―Selene le dedicó una cálida sonrisa, y a contnuación le preguntó―: ¿Serás el héroe una vez más?
Lucas asintió.
Armado con todo el valor que pudo reunir, y con la Antorcha de la Luna, una vara mágica elaborada en marfil, cuyo extremo superior estaba adornado por una media luna labrada en plata ―objeto que Selene le había obsequiado para cumplir su misión― partió rumbo a la Ciudad Corazón, capital de Fantasía.


Fantasía, la Tierra de los Sueños, el lugar donde los sueños e ilusiones que no se materializan en la realidad hallan un refugio. Un mundo creado a partir de la energía de los pensamientos.
Al desear un planeta donde la oscuridad no tuviese cabida, Lucas provocó que el ciclo natural del sueño se viese afectado, causando así utopías contaminadas por la negatividad y el stress de la vida cotidiana. Lo que dio más poder a las pesadillas que envolvieron el mundo onírico con su fría sombra.
Nació entonces de tal negatividad, Temor, autoproclamado Señor de la Oscuridad y Amo de las Pesadillas.
Las Pesadillas eran pequeñas criaturas completamente negras, semejantes a sombras de aspecto humano, no más altas que un niño, traviesas y fieras .Sus ojos y bocas rojas, que recordaban a los orificios que se hacen al rasgar un papel, les dotaban de rostros perversos y taimados.
La apariencia de Temor era todo un misterio, nadie le había visto desde que tomo por sorpresa el Palacio de los Deseos y puesto a todos sus ocupantes en prisión.
Todos en el reino huyeron cuando vieron que la Luz Eterna, una lámpara ubicada en la torre más alta del palacio, se había apagado. Era un inequívoco presagio de lo que estaba por ocurrir.


Lucas avanzó observando en su andar los efectos de la oscuridad que Temor y sus Pesadillas habían provocado.
Donde otrora infinitos prados de vivos verdes se extendían, ahora desoladores páramos ocupaban su lugar. El majestuoso cielo, junto con los arco iris, habían desaparecido, reemplazados por oscuras nubes de tormenta que dotaban al paisaje de una atmosfera lúgubre y siniestra.
Al llegar a la Ciudad Corazón, Lucas se aventuró sigilosamente yendo de un escondrijo a otro, procurando no ser visto por las Pesadillas que patrullaban la zona, según le había advertido Selene. Escudriñaba cada recoveco antes de dar un paso, y siempre sujetando con fuerza la Antorcha de la Luna, su única protección contra la Oscuridad ―aunque en verdad él no supiera cómo utilizarla―, avanzó hasta llegar al jardín del palacio, donde se ocultó tras un rosal que comenzaba a marchitarse.
A partir de ese punto, debía esperar  la señal de Selene, quien se ocuparía de llamar la atención de los guardias, para que de ese modo, aprovechando la distracción, Lucas pudiera ingresar sin mayores dificultades.
«Espera mi señal» le había dicho la joven; pero no le había dado más detalles de cuál sería esa señal, por lo que Lucas esperó impaciente que algo ocurriese.
El miedo estuvo a punto de apoderarse de él cuando las dudas lo invadieron en su espera; pero en ese momento ocurrió, vio la señal.
Hubo una explosión de luz, proveniente de la dirección donde debía estar ubicada la habitación en la que había despertado. El resplandor era intenso, de tono blanco inmaculado, cálido y reconfortante, por lo que contrastaba con el negro y frío escenario en que se había convertido Fantasía, ahora sumergida en las tinieblas de Temor.
Había algo en el fulgor que resplandecía a lo lejos en el horizonte que Lucas no supo explicar, pero lleno su corazón de un valor como jamás sintió antes.
Entonces, con mayor convicción, se puso en pie y se dirigió a las puertas del palacio. Ya no quedaban Pesadillas custodiando, todas se habían marchado a la caza de Selene.
Accedió al Palacio de los Deseos por el portal principal y avanzó por una larga galería abovedada. A diferencia del exterior, donde todo era sombrío, el palacio aún se mantenía iluminado, al menos en su gran mayoría, por llamas azuladas que danzaban en las manos de estatuas ubicadas junto a la fila de columnas que se extendían a lo largo del corredor.
La puerta que lo separaba del trono poseía grabado en bajorrelieve un corazón, que se dividía a la mitad cada vez que alguien la abría, a modo de recordatorio de que todos los sueños nacen del corazón.
Al ingresar al salón del trono, Lucas se encontró al mismísimo Temor sentado en él.
Su presencia se asemejaba al humo que se produce al quemar madera que todavía está verde y no sirve como leña.
Sus ojos ambarinos destellaban malicia y su sonrisa, de insana satisfacción, era un esbozo naranja, casi invisible entre tanta humareda.
Derepente Temor desapareció, escurriéndose en el cojín del trono, y reapareció, de forma inesperada, brotando del suelo, justo bajo los pies de Lucas.
Jirones de humo informes giraban en torno al pequeño, y una voz abismal y penetrante resonó en la vorágine.
―¡Bwahahaha! Pequeño incauto, ¿en verdad pensabas que podrías haber llegado hasta aquí sin que yo te lo hubiese permitido?
Lucas cayó de rodillas, aturdido por la voz que resonaba en su cabeza y mareado por el girar constante del villano a su alrededor.
―Gracias a ti, no sólo he logrado escapar de mi encierro, sino que también hallamos a la princesa Selene ―vociferó Temor entre carcajadas grotescas. Luego añadió―: Permíteme demostrarte mi gratitud, obsequiándote aquello a lo que tanto temes.
Temor se esfumó en el aire, y la oscuridad se adueñó del salón colmando cada rincón y devorando toda luz que encontrara en su camino.
Una horrible visión vino entonces a la mente de Lucas: el mayor de sus temores. Ese miedo que carece de forma y representación, pero ahoga el espíritu y paraliza el cuerpo. Ese que habita en lo más profundo de nuestros corazones.
Las lágrimas corrían en el rostro del pequeño, quien postrado sobre las baldosas del salón, se abrazaba con fuerza a la vara que Selene le había entregado.
El miedo lo había inmovilizado. El frío acarició su cuerpo y con cruel lentitud se hizo más intenso. Lucas creyó que se estaba convirtiendo en una estatua de hielo.
La risa burlona y perversa de Temor resonaba en toda la habitación; más poco a poco fue volviéndose imperceptible, mientras que una voz más agradable y cálida fue ganando terreno en sus pensamientos.
«¡No te rindas, Lucas! ―le pidió Selene―. Recuerda que siempre fuiste el héroe de tus aventuras. El valor que requieres duerme en tu corazón. Debes creer en ti. ¡Cree y hallaras la luz!»
Por un instante, que le pareció una eternidad, Lucas viajó en sus recuerdos, entre sus sueños y la realidad.
Y en la vastedad de sus pensamientos se encontró a sí mismo, y halló la respuesta.
Su corazón ardió con vigor y el calor regresó a su cuerpo. Sin mucho esfuerzo se puso en pie aferrando con firmeza la Antorcha de la Luna. Una cálida aura lo envolvía, y aunque era tenue, era la única fuente de luz en todo el palacio.
―¡Tú no eres más que mi creación! ―gritó a Temor con desprecio―. Naciste de mis pensamientos y te has hecho fuerte con mi debilidad. ¡Pero eso se acaba ahora!
Alzó por sobre su cabeza la Antorcha de la Luna, sujetándola con ambas manos. Y del extremo superior de la vara, donde se hallaba la media luna de plata, floreció una llama esmeralda que, en un pestañeo, bañó el salón en su totalidad.
Temor se vio reducido a una sombra humeante que se disolvió en el suelo, así como el hielo invernal que se derrite al llegar la primavera.
Lucas lo ignoró, pasó a su lado y continuó avanzando sin mirar atrás. Se dirigió al altar ubicado tras el trono y depositó en brazos de la estatua, con figura de mujer, la vara que traía consigo.
La Luz Eterna, ubicada en la torre más alta del palacio, volvió a brillar y la Oscuridad desapareció de Fantasía.
El cielo escampó y los arco iris volvieron a pintarse en el horizonte. Los campos recobraron su vitalidad y colorido con la belleza habitual que aportan las flores y el trino de las aves.
El paisaje volvió a ser lo que siempre fue: un mundo de ensueños.
La puerta del salón principal se abrió de par a par, y por ella surgió la princesa Selene, gloriosa, irradiando alegría. Se detuvo sonriendo frente al pequeño héroe.
―¡Gracias, Lucas! ―dijo, con ojos vidriosos―. ¡No olvides lo que has aprendido hoy! ―agregó, y besó al niño en la frente.
Lucas cerró sus ojos y al abrirlos nuevamente se halló de regresó en su habitación.
El sol asomaba sus primeros rayos por la ventana, y un nuevo día comenzaba.
Cuando la noche llegó, no pidió su deseo habitual a las estrellas, tampoco solicitó a su madre que le dejara una luz encendida en el dormitorio antes de darle el beso de las buenas noches como era su costumbre.
Su miedo a la oscuridad había desaparecido.
Porque ahora sabe que, sin importar cuanta oscuridad hubiese en el mundo, la luz más brillante se hallaba en su corazón. Y donde hay luz, la oscuridad no existirá jamás.

Fin

martes, 5 de febrero de 2013

¿Por qué viajar en el tiempo?


¿Por qué viajar en el tiempo?





            ¿Por qué viajar en el tiempo?
            No he dejado de pensar en ello desde esa mañana en que el misterioso hombre me abordó en el bar. Como era habitual, no había nadie en el local, solamente el barman y yo. Entonces la puerta se abrió de repente y él ingresó.
            —¿No es muy temprano para comenzar a beber, amigo? —me dijo mientras dejaba sobre la barra su sombrero de fieltro.
            —Nunca es muy temprano —respondí—. ¡Y no soy su amigo!
            —Tampoco es tarde para dejar el vicio —sonreía con malicia—, o para que seamos amigos.
            —¡Ya lárguese! —escupí las palabras con violencia, pero él le restó importancia al tono de mi voz y se acomodó en el taburete.
            Levantó una mano en un ademán para pedir una taza de café y volvió su mirada hacia mí.
            —Sé bien porque bebe, amigo —me dijo—. Pero su esposa no volverá aunque usted se pase cien años en este lugar levantando ese vaso.
            Automáticamente salté de mi asiento como despedido por un resorte y lo sujeté con fuerza de la solapa de su gabardina, aunque mi intención era tomarlo del cuello, mas él hábilmente retrocedió para evitarlo.
            —Cálmese, amigo —el tono de su voz carecía de preocupación—.No he venido a pelearme con usted, sino a proponerle algo.
            —¡No me interesa! —contesté—. No importa lo que sea, no me interesa.
            —Puedo ofrecerle justicia.
            El barman regresó con la taza de café para él y otra medida de whisky para mí que yo no había pedido. Solté al sujeto y tomé el vaso. Vacié el contenido en un largo trago y limpié mis labios con el revés de mi mano.
            —¡Hable! —mi invitación al diálogo se oyó como una orden.
            —Como le dije, he venido a ofrecerle justicia. Pero para que pueda entenderme, es necesario recapitular los eventos que lo condujeron a este vicio suyo.
            Asentí y permití que continuara.
            —Hace cinco meses su esposa fue asesinada. El caso fue considerado como homicidio en ocasión de hurto, pero el delincuente huyó sin llevar nada de valor. Simplemente les disparó, hiriéndolo a usted, aunque no de gravedad. Su esposa en cambio, según sus declaraciones, fue ejecutada ante sus ojos —dejó de sonreír por un momento—. Debió ser una situación horrible. Lo siento, en verdad —no era honesto.
            —El caso salió en todos los medios, no me sorprende que cualquier imbécil lo sepa.
            —Ciertamente. El caso salió en todos los medios y usted juró vengarse del bastardo. Eso le costó el puesto, ¿no es así detective?
            Miles de posibles respuestas cruzaron por mi mente. Decidí callar y ahogar las palabras con un poco de viejo escocés.
            Él en cambio, continuó hablando.
            —Yo puedo ayudarle a encontrar a ese hombre.
            —¿Es investigador privado o periodista? —pregunté con desconfianza—. No pienso pagarle por algo que puedo hacer por mi cuenta.
            —Se equivoca —respondió—. En otro tiempo usted hubiese podido hacerlo, pero actualmente sus contactos lo han abandonado. Incluso sus pocos amigos están distantes. Busca consuelo en lo que está bebiendo, pero nada cambiará de ese modo —bebió un sorbo de su café—. Si acepta mi propuesta hallará justicia.
            —No termino de comprender —removí los cubitos de hielo en mi vaso vacío, luego rechacé la oferta del barman de querer llenarlo nuevamente—. ¿A qué se refiere?
            —Seré claro con usted, amigo, pero quiero que me escuche hasta que termine lo que tengo que decir, luego responderé sus preguntas.
            Asentí sin pronunciar palabra alguna.
            Él comenzó su explicación.
            —Mi nombre es Jhon Jackson, soy un agente especial de Providencia, una agencia que se encarga de “corregir” los errores que desencadenan eventos que no son bien vistos por los jefes. Dicho en forma simple, soy un viajero del tiempo que evita situaciones con un posible desenlace crítico a nivel mundial.
            No pude evitar reír tras oír esa insensatez.
            — Oiga, sé que he bebido demasiado, sin embargo aún estoy en mis cabales y creo que aquí el único ebrio es usted —indiqué con un leve gesto al empleado que deseaba volviera a llenar mi vaso, las locuras del señor Jackson no fueron suficiente para quitarme las ganas de alcohol, al menos en ese momento—. Si ya termino de narrar su cuento de ficción, lárguese y déjeme solo.
            —Sabía que usted no me creería al principio, amigo —sacó un sobre de uno de los bolsillos interiores de su gabardina y lo dejó caer encima de la barra—. No obstante, también conozco su futuro y sé donde terminará usted dentro de unos meses. Sé que ha contemplado la idea del suicidio y sin duda cederá a ella cuando renuncie a su cacería. Pero hay otra solución.
            Me sorprendió que supiera respecto a mis intenciones. Solamente han pasado dos días desde que ese pensamiento comenzó a germinar en mi cabeza.
            Mi silencio fue interpretado como una invitación para continuar por parte del señor Jackson.
            —Considérelo de la siguiente forma, si usted ya ha decidido su camino y no llegó al destino que tenía en mente, ¿rechazaría la oportunidad de volver recorrer ese camino con un mapa que le permitiese alcanzar su objetivo?
            —OK, suponga que decida creerle —contesté con recelo—. ¿Cómo obtendré la justicia que busco?
            —Eso sería muy simple —se divertía con mi incredulidad—. Bastaría con transportarlo a esa trágica noche para que usted consiga evitar el hecho.
            —Yo no entiendo mucho de física, sin embargo sé que si cambiase algo de mi pasado, afectaría mi futuro. Por lo cual deduzco que si evitara el asesinato, no estaría yo hoy en este lugar.
            —Puede que tenga usted razón, amigo —se encogió de hombros—. Pero yo no pienso en las paradojas. Me pagan por reclutar voluntarios y puedo asegurarle que usted será un buen agente, lo vi en su expediente —le dio unos golpecitos al sobre con el dedo índice de su mano izquierda—. Está todo aquí. Su esposa estaba en cinta, ¿verdad?
            Esa pregunta bastó para recordarme el vacío que me carcomía por dentro y se expandía en ese lugar entremedio de mi alma y mi corazón.
            En ese preciso instante, aunque todo lo que me hubiese dicho no fuese más que una mentira, era una probabilidad que sin importar cuan ínfima sea, me significaba un ápice de esperanza. Si fuese posible, ¿por qué no ver a Shirley una vez más?
            —Puede explicarme un poco más con respecto a su trabajo.
            —¿Qué quiere saber?
            —En primer lugar, ¿De qué tiempo viene?
            —El calendario actual dejó de usarse luego de la Cuarta Guerra. El mundo cambió en muchos aspectos luego de ella. Podría decirle que son unos quinientos años aproximadamente. Muchos registros de tiempo se perdieron y fueron reemplazados por un sistema unificado.
            —Dice que hubo, o dicho correctamente, habrá dos nuevas guerras mundiales, ¿podría decirme quienes intervienen?
            El agente Jackson esbozó una sonrisa insidiosa.
            —Lo sabrá cuando acepte. Sabrá eso y mucho más.
            —¿Para quién trabajaría? ¿A qué gobierno sirve?
            —A uno sólo. Todo el mundo es mi gobierno. Le sirvo a la humanidad.
            —¿Insinúa que todos  los países se unieron bajo un mismo mando? —eso sí que me resultó lo más inverosímil que podría haber elucubrado. Sin embargo Jhon Jackson hablaba con seguridad y sus ojos no desvían la mirada. Su respiración no variaba. Decía la verdad. Pero eso era imposible.
            —No todos. Aún quedan remanentes revoltosos que añoran su falsa identidad nacional, o extrañan a sus dioses —bebió lo que quedaba en su taza—. Simplemente son enfermos que padecen de eso que llaman nacionalismo y fanáticos religiosos.
            —Por como lo dice, lo hace ver como una enfermedad.
            —Cuando vea el mundo tras sufrir cinco siglos de cambios, lo entenderá.
            —¿Qué función cumple usted en todo esto?
            —Yo simplemente me aseguro de convencer a los voluntarios de aceptar la propuesta.
            Al oírlo comprendí que él sabía de antemano cual sería mi respuesta, después de todo, no me revelaría tanta información si ya he decidido rechazar su oferta. Tal vez sólo se tratara de un fabulador y me ha elegido como victima de su morboso placer. Aun así, continué con su juego.
            —¿Qué función cumpliría yo? ¿Reclutar gente también?
            —No. Usted sería un cazador. Su misión  será capturar o eliminar, según el caso, a potenciales amenazas. Cuando alcance los objetivos planteados por la Agencia, será recompensado con lo que usted anhela: justicia, es decir, una segunda oportunidad.
            —¿Cómo pueden reconocer a una amenaza potencial?
            —Eventualmente recibimos informes del futuro. Me refiero al futuro de mi tiempo, uno mucho más avanzado —explicó haciendo una breve pausa, luego añadió—: Cuando un hecho tiene repercusiones que los líderes no consideran favorables, se envía un agente que corrija el error, incluso antes que este ocurra. Si el nuevo resultado no es el que se espera, simplemente se realiza un nuevo ajuste, ¿entiende?
            —Sí, eso creo.
            —¿Alguna última pregunta señor Hunt?
            —Sólo una, si usted ya conoce cual será mi respuesta, ¿Por qué formular la pregunta?
            Jhon Jackson rió con entusiasmo, luego se puso en pie y apoyo su mano en uno de mis hombros.
            —Porque me gusta asegurarme que los candidatos están convencidos de la decisión que tomaron —retiró su sombrero de la barra—. Pasaré por usted a la medianoche, amigo.
            Se despidió de mí antes de abandonar el bar y se marchó por la puerta por la cual había ingresado.
            Regresó por mí a la medianoche como había prometido.
            Estábamos en la sala de mi apartamento. Él sacó dos discos de sus bolsillos y los arrojó al suelo, segundos después se expandieron hasta alcanzar un metro y medio de diámetro. Jackson se ubicó sobre uno de ellos y me indicó que yo hiciera lo mismo. Luego presionó una secuencia sobre el extraño brazalete que portaba. No era un reloj, por lo menos no me parecía.
            Una película verde que surgía desde los extremos de los discos nos envolvió. Me sentí como si estuviese dentro de una bombilla.
            En el exterior, la habitación comenzó a ondular y a desvanecerse lentamente. Hubo un destello blanquecino que me encandiló. Cubrí mis ojos por acto reflejo. Al abrirlos nuevamente, ya no me encontraba en mi hogar. Ni en mi tiempo.
            Así fue como me reclutaron en Providencia.

            ¿Por qué viajar en el tiempo?
            No he dejado de pensar en ello desde esa mañana en que conocí al agente especial Jhon Jackson.
            Me formulo la misma pregunta cada vez que me envían a una nueva misión. En estos cinco años ya he cumplido con setenta y dos de ellas.
            He derrocado tiranos dictadores, incluso antes que tuvieran oportunidad de imponer sus regimenes. He suprimido a terroristas, religiosos, políticos, economistas, científicos, periodistas y todo aquel que representará un potencial foco de amenaza para el correcto orden de las cosas. Todo antes que tuviesen oportunidad de incidir en su error.
            Sin embargo, hay una misión que nunca olvidaré. La última.
            A diferencia de las anteriores, en esa oportunidad no fue necesario viajar en el tiempo, simplemente tuve que recurrir a mis viejas costumbres de detective y desempeñarme como en mis viejas épocas.
            La Agencia cuenta con una unidad competente para trabajos que no requieran un desplazamiento temporal, pese a eso, la Oficina Central de Comando consideraba que yo era el más apto para ese objetivo.
            Se trataba de un ex-agente renegado que había perdido la fe en la causa y pretendía divulgar información  sobre nuestros servicios de ajustes temporales.
            Rastreé al sujeto hasta dar con él en las ruinas de un viejo edificio. Estaba sentado en una butaca cercana a una ventana de cristales inexistentes. Bebía algo de una taza cada vez que hacía una pausa en la lectura de un viejo libro.
            No se sorprendió al verme.
            —Lo estaba esperando —dijo.
            —Comprende a qué he venido
            —Así es, amigo —asintió—. Me he convertido en un error y debe corregirlo.
            —No es personal, anciano —me disculpe por lo que iba a hacer—. Es mi trabajo.
            —Y alguna vez fue el mío también —suspiró con la mirada perdida en el horizonte—. Probablemente hubo un tiempo en que disfruté lo que hacía, pero no he dejado de pensar en las consecuencias de mis actos: ¿cómo sería el mundo si no hubiese cumplido en alguna misión?
            —Probablemente hubiesen enviado a otro en su lugar —respondí, aunque el viejo agente no prestó atención a mis palabras, seguramente sólo fue una pregunta que se hizo a si mismo.
            Dejó la taza y el libro sobre una mesita y fijo su mirada en mí. Sus afligidos ojos rezumaban cansancio y serenidad.
            —Dígame, amigo, ¿qué le prometieron el día que se unió al servicio?
            —Justicia.
            —Sí, siempre es así —me indicó con la mano que observara una estatuilla sobre la mesa, una mujer de ojos vendados sosteniendo una balanza—. He ahí la justicia. La Agencia adoptó la balanza como símbolo del equilibrio que dice establecer. Sin embargo, la dama no ve lo que se posa en sus platillos, simplemente evalúa el peso de lo que en ellos hay. Causa y efecto. Decisiones.
            —No comprendo a donde quiere llegar.
            —Se equivoca —me corrigió—, usted entiende. Ya  lo sabía, sólo que ahora no lo recuerda, pero lo entenderá.
            Metí una mano en el interior de mi gabardina buscando mi arma, tenía prisa por terminar el trabajo.
            —No sea impaciente, amigo —pidió el anciano—. Hay algo más que debo decirle. La Agencia no le dará lo que usted quiere. Cambiar su pasado alteraría el presente y eso no les gusta si es que no está en sus planes.
            —¿Dice que nunca podré vengarme?
            —Aún hay una posibilidad —algo en su sonrisa me resultó familiar, pero no recordaba por qué—. En el cajón del muble que está a su derecha encontrará una tarjeta de identificación  para ingresar al cuarto de transportación, también hallará los códigos de autorización y mi arma.
            —¿Por qué me ayudaría?
            —Considere que estoy saldando una vieja deuda. Usted no me recuerda, es natural cuando se pierde la costumbre de apreciar la sutileza de los cambios —sonrió afligido—. Si no le importa, me gustaría que use mi revólver.
            Revisé el cajón y efectivamente la tarjeta y los códigos estaban allí, también el arma. Un viejo revolver Colt Python con una balanza grabada en la culata.
            —¿Algunas últimas palabras? —pregunté, empuñando el arma.
            —No, lo que tenía que decirle ya se lo he dicho, o se lo diré cuando esté listo para entender.
            Presioné el gatillo y mi misión acabó.

            ¿Por qué viajar en el tiempo?
            No he dejado de pensar en ello desde que conocí al agente especial Jhon Jackson. Me he formulado esa pregunta antes de partir a cada misión.
            Ésta noche, luego de corregir al viejo y colarme en el cuarto de transportación he regresado a mi tiempo. Al tiempo en que quería estar.
            Ésta noche, finalmente, sabré la respuesta.
            Esperé entre los árboles del parque al individuo que nos interceptaría a mi esposa y a mí momentos más tarde. Lo vi llegar. Intenté salir a su encuentro pero no conseguí moverme. Estaba paralizado.
            Detrás de mí oí los pasos del hombre que pasó a mi lado, me dio unas palmaditas en la espalda y se detuvo frente a mí.
            —Buenas noches, señor Hunt.
            —¿Jackson? ¿P-Por qué? —no podía mover el cuerpo, pero aún conseguía hablar con dificultad.
            —Verá, señor Hunt, este hecho ya fue anticipado. La Agencia no permite este tipo de situaciones. Sabían lo que usted haría.
            —¿Por qué me permitieron viajar si sabían lo que pensaba hacer?
            —Como le dije ésta mañana en el bar, es decir, hace media hora en nuestro tiempo. Sus servicios serían recompensados con lo que usted anhela: justicia, venganza, o como quiera llamarle.
            —No comprendo.
            —A cambio de su buen desempeño, se le permitió conocer la identidad del hombre al que buscaba y acabar con él con su propia arma. Está en su expediente.
            —¡Eso jamás sucedió! —quise gritar, pero mis palabras se oyeron pastosas.
            —Se equivoca, amigo. Déjeme explicarle. El hombre que asesinó a su esposa fui yo.
            Quise tomarlo del cuello como aquella mañana. Quise gritar con todas mis fuerzas. Mas el efecto del inhibidor ya no me permitía siquiera enhebrar palabra alguna. No pude evitarlo y la furia que contenía en mi interior se escapó como lagrimas por mis ojos.
            —Verá, amigo —continuó su explicación—. Usted me asesinó ésta mañana cuando yo era un anciano e intentaba destruir la Agencia. Lo hizo con mi viejo Colt. Eso también está en mi expediente —suspiró con pesar—. Si se pregunta por qué lo hice, entienda que ese es mi trabajo. Soy un reclutador y en su caso, el hecho fue necesario para afectarlo en forma que sea funcional al servicio. No es el primero, tampoco será el último, siempre se hizo este tipo de jugadas.
            Cuando concluyó su aclaración, guardó el arma de inhibición y sacó una ampolla sedante que aplicó sobre mi brazo. Perdí el conocimiento.
            Al despertar me encontraba en una habitación de un viejo edificio en ruinas. Mi brazalete de control había sido retirado.
            Sobre la mesa en la sala había un libro, era el que leía Jhon Jackson la mañana en que lo ajusticié, también había una nota que decía:
            Sólo hay una forma de corregir nuestros errores y se halla en este libro. Yo no he tenido tiempo de leerlo, pero sé que lo haré algún día. Espero comprenda lo que significa. Perdón, amigo”. Firmada por Jhon.
            Tomé el libro y leí su portada: “¿Por qué viajar en el tiempo? La historia de Richard Fehler, inventor de la máquina del tiempo
            Entonces lo comprendí, sólo había una forma de evitar que todo sucediera.