jueves, 11 de julio de 2013

Serenata a un viajero perdido



Serenata a un viajero perdido





Cristian avanzó cautivado por la melodía. Guiado por una mano invisible, misteriosa, y que a la vez le evocaba la nostalgia de sentirla conocida.
            Se adentró en lo profundo del bosque, dando trompicones. Su visión era limitada, el espeso follaje de los pinos y abedules dificultaba el ingreso de los rayos lunares. Sólo unas pocas lanzas de luz pudieron superar tal barrera y le ayudaron a encontrar un sendero.
            Al llegar a un claro, halló el origen de la melodía. A orillas del lago, sentada sobre el tronco de un árbol caído, se hallaba la mujer más bella que alguna vez hubiese visto. El rubor en sus mejillas destacaba en su nívea piel, dotándola de una dulzura natural, casi mágica. La mortecina luz nocturna realzaba, aún más, el majestuoso color de las hebras plateadas de su largo cabello. Diminutas esferas refulgentes revoloteaban a su alrededor. Con sus delicados dedos arrancaba de una lira las tristes notas que lo habían cautivado, conduciéndolo hasta ella. A Cristian se le antojo que se trataba de una ilusión.
            La mujer dejó de tañer las cuerdas al verle llegar. Le obsequió una sonrisa tierna, cálida, pero cargada con cierto aire de melancolía.
            —Finalmente me has encontrado —dijo, y sus cerúleos ojos se cubrieron de lágrimas. Las esferas de luz se alejaron raudas hacia el lago.
            El joven perdido en el bosque se debatía en comprender si se trataba de una onírica visión o una realidad fantástica, y no supo responder. Las palabras le rehuyeron. Permaneció en silencio.
            —Veo que me has olvidado. En cierta forma lo esperaba, pero conservaba esperanzas de que no sea así —se lamentó la dama—. Supongo que soy yo quien se niega a olvidar.
            —Yo… no… —Cristian quiso excusarse por no encontrar las palabras justas para expresar la vorágine de sensaciones tan diversas y confusas que luchaban en su interior. Había algo en aquella mujer que alivianaba su alma, que lo llenaba de gozo, de paz. Quiso poder ser capaz de recordar. Pero no pudo—. Lo siento.
            La mujer suspiró, cabizbaja. Levantó la frente, lo miró directamente a los ojos y volvió a sonreír.
            —Ven, acércate —le pidió, extendiendo la mano derecha con gracia.
            Cristian dudo por un instante. Un instante muy breve, fugaz. No sentía temor ni recelo. Había algo en esa misteriosa mujer que le resultaba familiar. Dolorosamente familiar.
            Se acercó a ella con pasos calmos, seguros. Se sentó sobre el suelo, a poco más de un metro de distancia. La angelical figura lo contemplaba en silencio. Él le correspondió, maravillado. Veía con admiración la aureola que la luz producía al reflejarse en los plateados cabellos, que la suave brisa acariciaba y desordenaba a placer.
            Permanecieron así. En silencio. Intercambiando miradas a modo de mudas palabras, bajo la custodia atenta de la luna llena.
            El joven temía romper el encanto de la mágica escena, pero necesitaba saber y aventuró unas palabras queriendo iniciar una conversación.
            —Mi nombre es…
            —Cristian. Lo sé. —Lo interrumpió ella y él quedó perplejo—. Nos conocimos en este mismo lugar, tiempo atrás. Tiempo que para mí ha sido una eternidad. Pero veo que tú me has olvidado.
            —No, no es eso. Es sólo que… que… —Las palabras volvieron a escapársele, abandonándolo en su confusión interior—. Es sólo que no recuerdo. No es lo mismo. Me he es muy difícil poder explicarlo.
            —Te comprendo. En verdad, te comprendo. —Ella inclino su cuerpo, en un leve movimiento, intentando levantarse de su sitio. Quería correr a sus brazos, mas se contuvo y permaneció sentada. Fingiendo la templanza que anhelaba tener—. No me recuerdas, pero no puedes olvidarme. Por eso estoy aquí. Para ayudarte a cerrar la puerta que nos une y nos separa a la vez.
            Cristian no consiguió comprender sus palabras, pero compartía el sufrimiento que las mismas implicaban y que ella pretendía no sentir, aunque el tenue brillo en sus ojos la delatara.
            —He pedido que se me concediera volver a verte una vez más. Una última vez, para despedirnos. —Ella se apartó del rostro unos cabellos que el viento había encrespado, luego lo miró con ojos llenos de lágrimas—. Para decir adiós.
            Cristian se aproximó repentinamente, quedó con una de sus rodillas sobre el suelo y la tomó de las manos, con ternura y firmeza.
            —¡Espera, por favor! —Imploró—. Necesito saberlo. Siento que hay una parte de mí que falta, que me ha sido arrebatada. No comprendo lo que ocurre. No recuerdo nada en absoluto, pero te siento en lo profundo de mi corazón. Siento que quiero abrazarte, besarte y no dejarte ir. No quiero perderte otra vez.
            No hizo nada de lo que dijo. No se atrevía.
Sin embargo fue ella quien se arrojó sobre él, convirtiendo en acciones los pensamientos que pasaron por la mente de Cristian.
El joven sabía que esa escena se había repetido incontables veces. Una voz le hablaba en su interior. Su corazón lo sabía. Pero él no recordaba.
            Quedaron tumbados sobre el fresco césped. Él de espaldas. Ella encima de él.
            —Perdóname. ¡Soy una estúpida! Esto está mal. No debería haberlo hecho —dijo entre sollozos, arrepentida. Intento librarse de él, pero Cristian la aferró aún con más fuerza y ella no se resistió—. Soy débil.
            —No te preocupes —dijo Cristian con ternura, consolándola. Le acarició el cabello, mientras ella reposaba la cabeza sobre su pecho—. Yo también quería hacerlo, tú simplemente te me adelantaste.
            Ella lo tomó de la mano.
            —¿Has oído mi serenata? —preguntó—. La he tocado sólo para ti.
            —Constantemente. Esa melodía me acompaña, como un susurro en el viento. Durante el día, incluso en la universidad, cuando mis pensamientos huyen de las clases. Durante la noche, cuando contemplo las estrellas. En ocasiones creo ver un rostro dibujarse en mi mente. ¿Eres tú, cierto?
            —Sí.
            —¿Esto es un sueño?
            —No, y si lo es, no quiero despertar.
            Él besó su frente y ella se estremeció.
            —¿Aún sientes dolor en tu pecho? —indagó, acariciándole el tórax—. ¿Qué sientes?
            —Un dolor punzante que me abrasa por dentro —respondió Cristian, y se sintió afligido, pero reconfortado a la vez—. Te preguntaría cómo es que sabes. Mas no hace falta, ¿verdad? Tú lo sabes todo acerca de mí, pero yo no te recuerdo. Siento que hay un vacío en mí. Una historia de la que no sé el final. Un pasado perdido. ¿Podrías explicármelo? ¿Podrías al menos decirme tu nombre? Necesito recordar.
            Ella se apartó de él repentinamente. Se sentó a su lado.
            —No, no puedo hacerlo —confesó. Se mordió los labios—. Mi misión no es ayudarte a recordar, sino a olvidar. Es mejor así. Es por tu bien.
            —¿Cómo puede ser mejor que no recuerde, que desconozca una parte de mí? Una parte que siento es importante.
            Ella no respondió, simplemente lo observaba en silencio.
            En el cielo las nubes se abrieron, dando paso a la luna que, con su luz, bañó de plata el lago que se extendía hasta perderse en un horizonte lejano. Las diminutas esferas brillantes que antes revoloteaban en torno a la mujer, ahora daban vueltas elípticas sobre el agua.
            —No queda mucho tiempo —susurró ella, con voz queda y lastimera. Se puso en pie, Cristian la imitó—. Debo marcharme. —Avanzó hacia él. Lo abrazó. Dejó caer la cabeza sobre su pecho. Las lágrimas le corrían por el rostro—. Esta vez será un adiós definitivo.
            —¡No quiero! —La aferró con energía, llevado por un impulso que nació en su interior. Sentía un extraño escozor en el tórax—. Siento que ya te he perdido antes. Sé que fue así. No  quiero que vuelva a ocurrir.
            —Tus recuerdos fueron borrados —reveló ella de repente, en un acceso de sinceridad y compasión—. Todo, desde el día en que nos conocimos hasta que… —Calló—. Este lugar, mi nombre, tu… —Calló—. Todo fue quitado de tu mente. Pero tu corazón aún me recuerda. Por eso todavía oyes mi canción. Por eso estoy aquí. Soportas el peso de mis actos. Fui egoísta. Lo siento. —Su voz comenzaba a quebrarse—. Pero a partir de esta noche te libero de esa carga. Yo conservaré nuestros recuerdos. —Su voz se quebró por completo. Unas gotas perladas por la luz de luna escaparon de sus ojos de cielo—. Tú sólo vive. —Extrajo una pequeña bolsita de la faja con la cual se ceñía la túnica a la cintura—. Vive y olvida.
            Sacó de la bolsita un puñado de un polvillo gris y lo sopló en el rostro de Cristian. La sustancia se introdujo en él. Llenó sus pulmones. La percibía recorriéndole el cuerpo entero. Su corazón se aceleró, luego comenzó  a latir con mayor tranquilidad. Sus músculos se entumecieron. Finalmente se relajó, contra su voluntad.
            —Es extracto de erinemona —explicó ella—. No te hará daño, solo paraliza.
Se aproximó a él. Lo besó con ternura, y Cristian sintió turbar su mente por un torbellino de imágenes que acudían a él y se marchaban fugaces, cediendo terreno a la oscuridad. La muchacha retiró sus cálidos labios y en él sólo quedó el vacío. Un espacio en blanco.
La vio retroceder, en dirección al lago, con la mano en alto moviéndola lentamente en un ademán de despedida.
—Adiós —dijo ella, con voz apagada y penosa, como el viento invernal—. No te olvidaré.
La mujer caminó rumbo al lago, adentrándose en sus frías aguas. Las diminutas esferas refulgentes volvieron. Danzaban en torno a ella.
Cristian, paralizado, solamente podía contemplarla. No comprendía la escena. Tampoco le importaba. Su mente estaba en blanco. Vacía.
La mujer detuvo su andar cuando el agua le llegó a la altura de su cintura. El lago entero resplandeció con una tenue luz blanquecina. Tras un breve momento en que volvió la vista atrás, ella continuó su marcha hasta quedar completamente cubierta por el agua. Su figura se perdió en la luz.
El lago se había convertido en una imponente luna líquida que ondulaba perdida en la inmensidad de un bosque ignoto.
De pronto, la luz ganó en intensidad hasta volverse cegadora. El amplio horizonte blanco comenzó a desvanecerse a gran velocidad. Tras unos segundos, el  imponente lago de luz se vio reducido a un pequeño estanque opaco y sin vida.
La misteriosa mujer había desaparecido, pero su figura aún permanecía dibujada en la mente confundida de Cristian.
El joven lentamente recuperó el control de su cuerpo.
Sentía el vacío en su interior, mas ya no habían ausencias en su ser.
El viento ya no le susurraba ninguna triste melodía.
Estaba perdido en un lugar desconocido. Se encontraba agotado. Confundido.
Miró a las estrellas y suspiró. Las nubes, como largos tentáculos oscuros, se apoderaban de la luna. Las sombras comenzaron a devorar el bosque. Veloces. Hambrientas. Todo se perdió en las penumbras, excepto un pequeño círculo frente a él. Vio en dirección al estanque el reflejo del contorno lunar que se desvanecía y el sabor de un melancólico beso impregnó sus labios. Un nombre azotó su mente.
—Jo… Joss… —balbuceaba—. Jossie… ¡Jossie! —Recordó repentinamente y las imágenes perdidas volvieron a él, arrollaron su mente en una salvaje estampida. Recordó a la mujer, su nombre, su canción. Recordó donde estaba. Recordó el dolor en su pecho. La espada clavada en el y la cruel sonrisa de quien asía la empuñadura. Recordó las gotas de lágrimas golpeando su rostro. Recordó la cara de la mujer que lo llamaba. Recordó la oscuridad y su corazón se agitó. Se le dificultaba respirar—. ¡¡Jossie!! —gritó desesperado. Sus recuerdos habían regresado. No la olvidaría mientras su corazón continuara latiendo.
Finalmente la oscuridad lo devoró también a él. El mundo desapareció.
Abrió los ojos de par en par, sobresaltado. Exhausto. El sudor corría por todo su cuerpo. Ya no había oscuridad. Tampoco había un bosque. Se hallaba en su habitación. En  su hogar. Algo era distinto. El aroma de las flores silvestres flotaba en el aire, cuando lo habitual era el humo de sus cigarrillos. Vicio que adquirió hace sólo unos pocos meses, tras la ruptura con su novia. Guardó silencio. Pero ya no oía la triste melodía, sólo el bullicio habitual de una ciudad caótica. Se sintió vacío, otra vez.
Se dejó caer de espaldas sobre la cama. Miró hacia su izquierda, el lugar donde ella solía estar. No había nadie.
Se asomó al balcón. Llevaba un cigarrillo. No lo encendió. Simplemente lo arrojó al vacío, mascullando palabras absurdas. Maldiciendo la ciudad.
Centró la vista en las estrellas.
—Jossie —murmuró.
Bajó la mirada, abatido. Quiso consolarse buscando una excusa.
—Sólo fue un sueño… Un bello sueño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario