Serenata a un viajero perdido
Cristian avanzó cautivado por la melodía. Guiado por una
mano invisible, misteriosa, y que a la vez le evocaba la nostalgia de sentirla
conocida.
Se adentró
en lo profundo del bosque, dando trompicones. Su visión era limitada, el espeso
follaje de los pinos y abedules dificultaba el ingreso de los rayos lunares. Sólo
unas pocas lanzas de luz pudieron superar tal barrera y le ayudaron a encontrar
un sendero.
Al llegar a
un claro, halló el origen de la melodía. A orillas del lago, sentada sobre el
tronco de un árbol caído, se hallaba la mujer más bella que alguna vez hubiese
visto. El rubor en sus mejillas destacaba en su nívea piel, dotándola de una
dulzura natural, casi mágica. La mortecina luz nocturna realzaba, aún más, el
majestuoso color de las hebras plateadas de su largo cabello. Diminutas esferas
refulgentes revoloteaban a su alrededor. Con sus delicados dedos arrancaba de
una lira las tristes notas que lo habían cautivado, conduciéndolo hasta ella. A
Cristian se le antojo que se trataba de una ilusión.
La mujer
dejó de tañer las cuerdas al verle llegar. Le obsequió una sonrisa tierna,
cálida, pero cargada con cierto aire de melancolía.
—Finalmente
me has encontrado —dijo, y sus cerúleos ojos se cubrieron de lágrimas. Las
esferas de luz se alejaron raudas hacia el lago.
El joven
perdido en el bosque se debatía en comprender si se trataba de una onírica visión
o una realidad fantástica, y no supo responder. Las palabras le rehuyeron.
Permaneció en silencio.
—Veo que me
has olvidado. En cierta forma lo esperaba, pero conservaba esperanzas de que no
sea así —se lamentó la dama—. Supongo que soy yo quien se niega a olvidar.
—Yo… no…
—Cristian quiso excusarse por no encontrar las palabras justas para expresar la
vorágine de sensaciones tan diversas y confusas que luchaban en su interior.
Había algo en aquella mujer que alivianaba su alma, que lo llenaba de gozo, de paz.
Quiso poder ser capaz de recordar. Pero no pudo—. Lo siento.
La mujer
suspiró, cabizbaja. Levantó la frente, lo miró directamente a los ojos y volvió
a sonreír.
—Ven,
acércate —le pidió, extendiendo la mano derecha con gracia.
Cristian
dudo por un instante. Un instante muy breve, fugaz. No sentía temor ni recelo.
Había algo en esa misteriosa mujer que le resultaba familiar. Dolorosamente
familiar.
Se acercó a
ella con pasos calmos, seguros. Se sentó sobre el suelo, a poco más de un metro
de distancia. La angelical figura lo contemplaba en silencio. Él le
correspondió, maravillado. Veía con admiración la aureola que la luz producía
al reflejarse en los plateados cabellos, que la suave brisa acariciaba y
desordenaba a placer.
Permanecieron
así. En silencio. Intercambiando miradas a modo de mudas palabras, bajo la
custodia atenta de la luna llena.
El joven
temía romper el encanto de la mágica escena, pero necesitaba saber y aventuró
unas palabras queriendo iniciar una conversación.
—Mi nombre
es…
—Cristian.
Lo sé. —Lo interrumpió ella y él quedó perplejo—. Nos conocimos en este mismo
lugar, tiempo atrás. Tiempo que para mí ha sido una eternidad. Pero veo que tú
me has olvidado.
—No, no es
eso. Es sólo que… que… —Las palabras volvieron a escapársele, abandonándolo en
su confusión interior—. Es sólo que no recuerdo. No es lo mismo. Me he es muy
difícil poder explicarlo.
—Te
comprendo. En verdad, te comprendo. —Ella inclino su cuerpo, en un leve
movimiento, intentando levantarse de su sitio. Quería correr a sus brazos, mas
se contuvo y permaneció sentada. Fingiendo la templanza que anhelaba tener—. No
me recuerdas, pero no puedes olvidarme. Por eso estoy aquí. Para ayudarte a
cerrar la puerta que nos une y nos separa a la vez.
Cristian no
consiguió comprender sus palabras, pero compartía el sufrimiento que las mismas
implicaban y que ella pretendía no sentir, aunque el tenue brillo en sus ojos
la delatara.
—He pedido
que se me concediera volver a verte una vez más. Una última vez, para
despedirnos. —Ella se apartó del rostro unos cabellos que el viento había
encrespado, luego lo miró con ojos llenos de lágrimas—. Para decir adiós.
Cristian se
aproximó repentinamente, quedó con una de sus rodillas sobre el suelo y la tomó
de las manos, con ternura y firmeza.
—¡Espera,
por favor! —Imploró—. Necesito saberlo. Siento que hay una parte de mí que
falta, que me ha sido arrebatada. No comprendo lo que ocurre. No recuerdo nada
en absoluto, pero te siento en lo profundo de mi corazón. Siento que quiero
abrazarte, besarte y no dejarte ir. No quiero perderte otra vez.
No hizo nada
de lo que dijo. No se atrevía.
Sin embargo fue ella quien se
arrojó sobre él, convirtiendo en acciones los pensamientos que pasaron por la
mente de Cristian.
El joven sabía que esa escena se
había repetido incontables veces. Una voz le hablaba en su interior. Su corazón
lo sabía. Pero él no recordaba.
Quedaron
tumbados sobre el fresco césped. Él de espaldas. Ella encima de él.
—Perdóname.
¡Soy una estúpida! Esto está mal. No debería haberlo hecho —dijo entre
sollozos, arrepentida. Intento librarse de él, pero Cristian la aferró aún con
más fuerza y ella no se resistió—. Soy débil.
—No te
preocupes —dijo Cristian con ternura, consolándola. Le acarició el cabello, mientras
ella reposaba la cabeza sobre su pecho—. Yo también quería hacerlo, tú
simplemente te me adelantaste.
Ella lo
tomó de la mano.
—¿Has oído
mi serenata? —preguntó—. La he tocado sólo para ti.
—Constantemente.
Esa melodía me acompaña, como un susurro en el viento. Durante el día, incluso
en la universidad, cuando mis pensamientos huyen de las clases. Durante la
noche, cuando contemplo las estrellas. En ocasiones creo ver un rostro
dibujarse en mi mente. ¿Eres tú, cierto?
—Sí.
—¿Esto es
un sueño?
—No, y si
lo es, no quiero despertar.
Él besó su
frente y ella se estremeció.
—¿Aún
sientes dolor en tu pecho? —indagó, acariciándole el tórax—. ¿Qué sientes?
—Un dolor
punzante que me abrasa por dentro —respondió Cristian, y se sintió afligido,
pero reconfortado a la vez—. Te preguntaría cómo es que sabes. Mas no hace
falta, ¿verdad? Tú lo sabes todo acerca de mí, pero yo no te recuerdo. Siento
que hay un vacío en mí. Una historia de la que no sé el final. Un pasado
perdido. ¿Podrías explicármelo? ¿Podrías al menos decirme tu nombre? Necesito
recordar.
Ella se
apartó de él repentinamente. Se sentó a su lado.
—No, no
puedo hacerlo —confesó. Se mordió los labios—. Mi misión no es ayudarte a
recordar, sino a olvidar. Es mejor así. Es por tu bien.
—¿Cómo
puede ser mejor que no recuerde, que desconozca una parte de mí? Una parte que
siento es importante.
Ella no
respondió, simplemente lo observaba en silencio.
En el cielo
las nubes se abrieron, dando paso a la luna que, con su luz, bañó de plata el
lago que se extendía hasta perderse en un horizonte lejano. Las diminutas
esferas brillantes que antes revoloteaban en torno a la mujer, ahora daban
vueltas elípticas sobre el agua.
—No queda
mucho tiempo —susurró ella, con voz queda y lastimera. Se puso en pie,
Cristian la imitó—. Debo marcharme. —Avanzó hacia él. Lo abrazó. Dejó caer la
cabeza sobre su pecho. Las lágrimas le corrían por el rostro—. Esta vez será un
adiós definitivo.
—¡No
quiero! —La aferró con energía, llevado por un impulso que nació en su
interior. Sentía un extraño escozor en el tórax—. Siento que ya te he perdido
antes. Sé que fue así. No quiero que
vuelva a ocurrir.
—Tus
recuerdos fueron borrados —reveló ella de repente, en un acceso de sinceridad y
compasión—. Todo, desde el día en que nos conocimos hasta que… —Calló—. Este
lugar, mi nombre, tu… —Calló—. Todo fue quitado de tu mente. Pero tu corazón
aún me recuerda. Por eso todavía oyes mi canción. Por eso estoy aquí. Soportas
el peso de mis actos. Fui egoísta. Lo siento. —Su voz comenzaba a quebrarse—.
Pero a partir de esta noche te libero de esa carga. Yo conservaré nuestros
recuerdos. —Su voz se quebró por completo. Unas gotas perladas por la luz de
luna escaparon de sus ojos de cielo—. Tú sólo vive. —Extrajo una pequeña
bolsita de la faja con la cual se ceñía la túnica a la cintura—. Vive y olvida.
Sacó de la
bolsita un puñado de un polvillo gris y lo sopló en el rostro de Cristian. La
sustancia se introdujo en él. Llenó sus pulmones. La percibía recorriéndole el
cuerpo entero. Su corazón se aceleró, luego comenzó a latir con mayor tranquilidad. Sus músculos
se entumecieron. Finalmente se relajó, contra su voluntad.
—Es
extracto de erinemona —explicó ella—. No te hará daño, solo paraliza.
Se aproximó a él. Lo besó con
ternura, y Cristian sintió turbar su mente por un torbellino de imágenes que
acudían a él y se marchaban fugaces, cediendo terreno a la oscuridad. La muchacha
retiró sus cálidos labios y en él sólo quedó el vacío. Un espacio en blanco.
La vio retroceder, en dirección
al lago, con la mano en alto moviéndola lentamente en un ademán de despedida.
—Adiós —dijo ella, con voz
apagada y penosa, como el viento invernal—. No te olvidaré.
La mujer caminó rumbo al lago,
adentrándose en sus frías aguas. Las diminutas esferas refulgentes volvieron.
Danzaban en torno a ella.
Cristian, paralizado, solamente
podía contemplarla. No comprendía la escena. Tampoco le importaba. Su mente
estaba en blanco. Vacía.
La mujer detuvo su andar cuando
el agua le llegó a la altura de su cintura. El lago entero resplandeció con una
tenue luz blanquecina. Tras un breve momento en que volvió la vista atrás, ella
continuó su marcha hasta quedar completamente cubierta por el agua. Su figura
se perdió en la luz.
El lago se había convertido en
una imponente luna líquida que ondulaba perdida en la inmensidad de un bosque
ignoto.
De pronto, la luz ganó en
intensidad hasta volverse cegadora. El amplio horizonte blanco comenzó a desvanecerse
a gran velocidad. Tras unos segundos, el
imponente lago de luz se vio reducido a un pequeño estanque opaco y sin
vida.
La misteriosa mujer había
desaparecido, pero su figura aún permanecía dibujada en la mente confundida de
Cristian.
El joven lentamente recuperó el
control de su cuerpo.
Sentía el vacío en su interior,
mas ya no habían ausencias en su ser.
El viento ya no le susurraba ninguna
triste melodía.
Estaba perdido en un lugar
desconocido. Se encontraba agotado. Confundido.
Miró a las estrellas y suspiró.
Las nubes, como largos tentáculos oscuros, se apoderaban de la luna. Las
sombras comenzaron a devorar el bosque. Veloces. Hambrientas. Todo se perdió en
las penumbras, excepto un pequeño círculo frente a él. Vio en dirección al
estanque el reflejo del contorno lunar que se desvanecía y el sabor de un
melancólico beso impregnó sus labios. Un nombre azotó su mente.
—Jo… Joss… —balbuceaba—. Jossie…
¡Jossie! —Recordó repentinamente y las imágenes perdidas volvieron a él,
arrollaron su mente en una salvaje estampida. Recordó a la mujer, su nombre, su
canción. Recordó donde estaba. Recordó el dolor en su pecho. La espada clavada
en el y la cruel sonrisa de quien asía la empuñadura. Recordó las gotas de
lágrimas golpeando su rostro. Recordó la cara de la mujer que lo llamaba. Recordó
la oscuridad y su corazón se agitó. Se le dificultaba respirar—. ¡¡Jossie!!
—gritó desesperado. Sus recuerdos habían regresado. No la olvidaría mientras su
corazón continuara latiendo.
Finalmente la oscuridad lo devoró
también a él. El mundo desapareció.
Abrió los ojos de par en par,
sobresaltado. Exhausto. El sudor corría por todo su cuerpo. Ya no había
oscuridad. Tampoco había un bosque. Se hallaba en su habitación. En su hogar. Algo era distinto. El aroma de las flores
silvestres flotaba en el aire, cuando lo habitual era el humo de sus
cigarrillos. Vicio que adquirió hace sólo unos pocos meses, tras la ruptura con
su novia. Guardó silencio. Pero ya no oía la triste melodía, sólo el bullicio
habitual de una ciudad caótica. Se sintió vacío, otra vez.
Se dejó caer de espaldas sobre la
cama. Miró hacia su izquierda, el lugar donde ella solía estar. No había nadie.
Se asomó al balcón. Llevaba un
cigarrillo. No lo encendió. Simplemente lo arrojó al vacío, mascullando
palabras absurdas. Maldiciendo la ciudad.
Centró la vista en las estrellas.
—Jossie —murmuró.
Bajó la mirada, abatido. Quiso
consolarse buscando una excusa.
—Sólo fue un sueño… Un bello
sueño.
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