sábado, 14 de septiembre de 2013

21 gramos de recuerdos

21 gramos de recuerdos



Lo último que recordaba Norah antes de cerrar los ojos, era que se encontraba tendida sobre una camilla en una habitación del hospital. A su lado se hallaba su esposo, hablándole con palabras mudas que no podía comprender; pero que sabía, estaban cargadas de dolor y desconsuelo. Podía sentirlo, aunque no pudiera oírlas.
El mundo comenzaba a desvanecerse con cruel parsimonia. Sus párpados se volvían más pesados, con cada segundo que transcurría ganaban peso, dificultándole mantenerlos abiertos, y lentamente comenzaron a cerrarse; estaba exhausta, ya no poseía fuerzas para luchar. Se sumió en el más profundo de los sueños. Permaneció allí, en la oscuridad. Dormida.
Y en esa oscuridad, los recuerdos invadieron su mente. Vio su vida proyectada en una secuencia cinematográfica que avanzaba a gran velocidad. De entre todas esas fugaces memorias vinculadas a tan distintas emociones, eligió una en particular y procuró revivir el sentimiento de aquella tarde de primavera. Era una niña pequeña. Había ido con sus padres a pasar el día junto al lago, y mientras ellos la observaban a corta distancia, ella correteaba a unas coloridas mariposas que revoloteaban sobre las lilas y los narcisos. Ese recuerdo la hizo feliz. Luego todo oscureció repentinamente. El tiempo y sus pensamientos se detuvieron. Permaneció allí, en la oscuridad. Dormida.
Al abrir los ojos nuevamente, Norah aún se hallaba sobre una camilla; pero la habitación no era la misma. A su lado ya no se encontraba su esposo, sino un hombre vestido con una bata blanca escribiendo algo en una tablilla.
—Buenos días, señora Young —dijo el hombre de blanco a modo de bienvenida—. Su esposo está afuera, le haré pasar de inmediato. Se alegrará mucho de ver que usted ha despertado. —El doctor se marchó y segundos después ingresó Frank.
Frank Young, su marido, quien estuvo junto a ella hasta el momento en que perdió el conocimiento y el hombre que entró en la habitación, eran sin duda la misma persona; pero a la vez, este último lucía diferente, muy diferente. Las marcas de expresión se habían acentuado en torno a su sonrisa, pequeñas patas de gallo habían ganado terreno junto a los lagrimales y algunas hebras de plata destacaban en su cabellera azabache. No obstante, se trataba de él, era el mismo hombre; pero varios años mayor.
Frank, pleno de júbilo, se inclinó para abrazar y besar a su amada; sin embargo, la respuesta de ella fue fría e indiferente.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó, mientras su marido todavía continuaba envolviéndola con sus brazos.
—Nunca pasará el tiempo suficiente para que deje de amarte —contestó Frank sonriendo; luego se incorporó y extendió su mano para ayudar a Norah a abandonar la camilla—. Ven, te explicaré todo cuando estemos en casa.
Abandonaron el edificio y abordaron una unidad de transporte sistematizado que los llevara a su distrito. Mientras viajaban, Frank pensaba detenidamente sobre la manera en que le explicaría la situación a Norah.

—♥—

Trece años antes, cuando el médico le comunicó que Norah padecía una enfermedad terminal, el mundo de Frank se desmoronó; quedó completamente en ruinas, gris y desesperanzador como el mundo exterior que se hallaba más allá de la cúpula geodésica que recubría la ciudad.
Abatido por la noticia y embargado por el temor a perder a su amada, buscó un bálsamo que aliviase el dolor que afligía su alma. Halló una solución que luego se negó  a confesar a Norah. Simplemente aguardaría hasta el día en que ella despertara de nuevo.
Los envases eran habituales en la ciudad y ya todos se habían acostumbrado a su presencia, así como a sus múltiples quehaceres. Naturalmente, adquirir uno de ellos era un lujo que sólo unos pocos podían costear; pero Frank estaba decidido a hacerse con uno para, de ese modo, permanecer junto a su esposa hasta que su último aliento le abandonara el cuerpo. Por ello no dudó en solicitar un préstamo que le otorgara los créditos que la operación de Norah requería. Conseguirlo fue sencillo, simplemente debía aceptar el recargo horario no bonificado que le aplicarían en su labor asignada; aunque esto suponía el despido de alguno de sus compañeros de trabajo, ese era un asunto que a Frank no le importaba en lo más mínimo. Tampoco a la banca-estado que administraba la vida de todos los registrados en la ciudad de New Eden; prescindir de elementos “descartables” para favorecer el progreso de la “nueva humanidad” era el principio fundamental de los tecnócratas regentes. Principio que buscaban imponer en base a propaganda: prometiendo una vida eterna y una función establecida e imperecedera. Un papel que desempeñar, según la divina providencia escrita por quienes toman las decisiones que rigen la vida de aquellos que sueñan con la esperanza.
«Pero, ¿lo aceptara Norah?» se preguntaba Frank. Anhelaba permanecer por toda la eternidad junto a su mujer, pero no quería encadenarla a una vida de esclavitud enmascarada de falsa libertad. «Siempre podríamos intentar escapar y ser libres en algún lugar donde pudiésemos estar siempre juntos —imaginaba para su consuelo—. Al menos ella sobreviviría en el mundo más allá del domo. Ella sería libre».
Y fue esa promesa de libertad la que le dio el último impulso que necesitaba para tomar la decisión. Le daría a Norah un cuerpo nuevo, sano, fuerte, eterno. Uno que no padeciera los males de la posguerra.

—♥—

El hospital ya era parte del pasado; estaban de regreso en su casa, ese espacio perdido en la colmena de concreto al que llamaban hogar.
Cenaban, aunque, en realidad, el único que lo hacía era Frank; Norah ya no necesitaba hacerlo. Su batería le proporcionaba toda la energía que necesitaba para funcionar de forma autónoma. Y contaba con energía suficiente para funcionar durante muchos años más.
Entre cada bocado, Frank comentaba sobre los distintos acontecimientos ocurridos mientras Norah permanecía “dormida”. Ella simplemente se limitaba a oír y hacer preguntas puntuales al respecto con semblante inexpresivo, indiferente a las noticias del progreso de la ciudad que tanto excitaban a su esposo.
—Mucho ha cambiado en la última década —argumentó Frank—. Tú no eres la única con un cuerpo mejorado, no tienes porqué sentirte diferente.
«¿Sentir?» reflexionó Norah, y sus pensamientos se perdieron en la tormenta de sus cavilaciones. Esa palabra había adquirido una acepción distinta para ella. Percibía el mundo, los microreceptores en su cuerpo fibrosintético se lo permitían; pero no lo sentía, no como lo recordaba.
Frank notó que su esposa se hallaba abstraída a sus propias ideas y no le prestaba mayor atención.
—¿Qué sucede, Norah? —preguntó. Luego quiso consolarla y añadió—: ¡Ánimo, muñeca!
—¿Muñeca? —preguntó Norah arqueando una ceja, en una expresión que debía representar el asombro que su voz no supo transmitir—. ¡¿Eso es lo que soy para ti?! —le espetó repentinamente—. ¡¿Una muñeca?! ¿Una de esas putas de plástico del distrito Sinn? —Sus palabras eran duras, pero frías; no transmitían el calor característico y avasallante que su ira supo poseer. La tormenta de sus labios carecía del ímpetu de antaño.
Frank guardó silencio, la reacción de su esposa lo desconcertó. Imaginaba que ella se sorprendería al descubrir que poseía un nuevo cuerpo; pero no suponía que ello también lo afectaría a él. No fue la reacción en sí lo que lo hizo comprenderlo, sino la emoción ausente en Norah. A lo largo de su vida como pareja ocurrieron varias discusiones, pero en esta ocasión algo era diferente.
Norah también lo notó.
—Déjame un momento a solas, por favor —pidió.
Frank asintió en silencio, luego tomó una chaqueta y se marchó.

—♥—

Para poner en orden sus pensamientos, Frank se dirigió al bar Gog’s, un antro situado en el distrito Sinn, el sector destinado a los placeres mundanos de los pocas personas que todavía optaban por permanecer en sus cuerpos mortales. El distrito era famoso por sus casas de juego y androides sexuales, así como también por sus crímenes e historias de misteriosos personajes, descontentos con el sistema, que rumoreaban sobre una rebelión que nunca ocurría; alguien siempre hablaba antes.
            «Estúpidas ovejas —murmuró Frank entre dientes—, soñando ser pastores».
Hubo un tiempo en que él también soñaba con abandonar la ciudad y escapar del sistema. Pero ese tiempo quedó atrás. ¿Cuándo dejó de soñar y se convirtió en un engrane más de la maquinaria social? Frank no lo sabía con certeza, pero estaba casi seguro de que esa ilusión de utilidad y su propia meta habían hecho mella en sus ideales luego de tantos años. Fuese cual fuera la razón, ya no le importaba; sólo le importaba su mujer, por quien tanto había esperado.
«Pero ella no es la misma» se dijo antes de beber de un solo trago el contenido de su vaso; pidió que se lo llenaran nuevamente y esta vez le dejaran la botella también. Luego hizo memoria, buscando comprender las palabras del especialista a cargo de la operación.
—Su esposa estará bien, el procedimiento no es tan complicado; sólo llevará tiempo completar el traslado de información —argumentó el doctor Maurois—. Se le realizará un escaneo para obtener las memorias que luego se descargarán en la unidad virtual que, posteriormente, se implantará en su nuevo cuerpo.
—Pero eso no responde a mi pregunta —objetó Frank—. ¿Norah continuará siendo la misma persona?
—Sus recuerdos serán los mismos. Es probable que usted la sienta diferente hasta que se acostumbre a ella, pero todo cambio perceptible en la personalidad de su esposa quedará sujeto a sus propios recuerdos, señor Young. En esencia, su esposa será la misma, tal como usted la recuerda, y como ella recuerda.
«Pero los recuerdos son la evidencia de que hemos vivido. Los recuerdos no hacen a la vida, sólo son retazos impregnados de emociones» dedujo Frank ya con la mente de regreso en el bar. «¿Puede considerarse vivo un cuerpo sin alma?» se preguntó aislándose del entorno para perderse en sus propias reflexiones. Permaneció ensimismado y sin noción del tiempo buscando una respuesta. Al reaccionar, descubrió que le temblaba la mano con la cual sostenía el vaso. Comprendió que era hora de volver.
Llamó al barman y éste se acercó trayendo consigo una fina tableta de cristal lumínico. Frank deslizó la mano derecha sobre la pantalla para pagar los créditos de su consumición y luego se encaminó rumbo a la salida. Por el portal ingresaban un hombre de mediana edad acompañado por una voluptuosa mujer, una ginoide de placer, sin duda. Frank los observó en silencio, siguiéndolos con la vista hasta que se ubicaron en una mesa próxima a uno de los rincones oscuros del salón. Meditó sobre la escena unos segundos; luego se fue con el semblante ensombrecido.

—♥—

Estando sola en casa Norah intentó organizar sus ideas, revolucionadas por la vorágine de pensamientos que pretendían explicar la sensación que le produjo el altercado con su marido. Luego de unos minutos, pese a no estar convencida de ello, decidió que eran ideas infructuosas y optó por olvidar el asuntó. Comenzó entonces a recorrer el apartamento y notó que todo estaba tal cual lo recordaba. Frank no había cambiado la decoración ni movido siquiera un milímetro los objetos del hogar. «Él siempre ha sido un nostálgico» se dijo, y continuó su recorrido hasta llegar a la cocina.
Al ingresar en la estancia, lo primero que hizo fue dirigir la vista hacia un cuadro que había adquirido en un viejo bazar de los suburbios. Se trataba de una colorida escena primaveral. Contemplarla evocó en ella un recuerdo de su infancia: aquella tarde junto al lago. Rememoró los eventos, tal como lo hizo en el hospital. Esperaba que eso calmara su angustia. Esperaba que eso la hiciera feliz nuevamente. Esperaba sentir algo. Pero esta vez no sintió nada. «¿Acaso hay algo malo en mí?» se preguntó.
—¡¿Qué mierda ocurre conmigo?! —gritó al tiempo en que, sin darse cuenta, golpeaba con fuerza el cuadro. El cristal, que estalló tras el impacto, dañó su mano: pequeños fragmentos de vidrio se incrustaron entre sus dedos y la palma. Los retiró con cuidado. Al hacerlo descubrió que no sentía dolor; aunque percibía los fragmentos en su interior, su contacto no le producían la más mínima molestia.
Por unos instantes contempló la posibilidad de tomar uno de los cuchillos del aparador y realizarse una incisión de mayor tamaño; pero automáticamente descartó la idea, un primitivo instinto aún residía en ella.
Se llevó las manos al pecho en un acto reflejo, y se sintió vacía. Pero al cabo de unos segundos recapacitó al respecto: «Esta sensación no es real. Es una simple interpretación lógica de lo que debería experimentar» concluyó Norah. «Esto está mal».

—♥—

Frank regresó al apartamento. Se detuvo frente a la puerta; la cámara de recepción ubicada en la misma analizó su fisonomía y, tras reconocerlo, le permitió ingresar al tiempo que una voz mecánica le daba la bienvenida.
Desde el balcón, en una habitación distinta, Norah contemplaba el cielo gris; ese manto opresivo y desalentador que se enseñoreaba más allá de los paneles hexagonales de la cúpula. Con la mirada perdida en lontananza, no se percató de la presencia de su esposo hasta que una melodía nostálgica puso fin al reinante silencio.
—¿La recuerdas? —preguntó Frank, con una sonrisa de latente aflicción.
This Never Happened Before —respondió ella, y las notas evocaron el recuerdo de aquella tarde de abril en que se conocieron. Fue en el bazar “Indigo”, el almacén de objetos antiguos donde adquiriría la pintura, esa artística remembranza de su infancia, y donde también, por capricho del destino, su camino se encontraría con el de Frank. Cuando sus miradas coincidieron, en ese mágico instante en que dos almas individuales se unen; fue precisamente esa canción la que se oía de fondo, escapándose de los parlantes de un vetusto reproductor.
No obstante en ese momento, la escena no era tan venturosa, por el contrario, sus rostros eran un fiel reflejo de la angustia y desesperanza que, con desdén, auguraba el firmamento.
—He cometido un grave error —confesó Frank con amarga resignación—. Y por el egoísmo de mi soledad te arrastré a mi sueño, que no ha sido más que mi pecado.
—No te mortifiques —susurró ella mientras lo tomaba de las manos intentando consolarlo y, mirándolo a los ojos, añadió—: Yo hubiese hecho lo mismo en tu lugar. Y hubiese tomado la misma decisión que tú al ver las consecuencias.
—Tarde comprendí qué sueñan aquellos que están despiertos. —El dolor de su desilusión se materializó en forma de lágrimas en sus ojos—. ¡Y qué  cruel es la realidad cuando el sueño llega a su fin! Más aun cuando ya no queda otra ilusión que ocupe su lugar.
—Nosotros conservamos un sueño mutuo —dijo ella estirando su mano a modo de invitación—. Ahora podemos ser lo que siempre quisimos ser.
—Así es como debió haber sido… —Frank suspiró con melancolía.
—Al menos este último recuerdo sí será mío —apuntó ella.
—No sólo tuyo, será nuestro —corrigió él—. Como aquella fantasía que compartimos una vez.
Frank tomó a Norah entre sus brazos, la besó y se aferró a ella aun con mayor fortaleza y convicción.
Juntos se dejaron caer desde el balcón y sus almas ascendieron más allá de los hexagonales paneles del domo, más allá del perpetuo cielo gris.
Norah y Frank fueron libres y su recuerdo se perdió como un susurro en una multitud, como meras lágrimas del cielo cuando llora sobre el mar.


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