lunes, 1 de septiembre de 2014

Confieso que he amado

La siguiente es una historia basada en hechos reales. Los nombres de los individuos mencionados en ella se han cambiado para preservar la identidad de los involucrados. Cualquier semejanza con la realidad es intencional. Cualquier similitud con una historia de ficción es pura coincidencia.



Confieso que he amado





Oh, Vanesa. La mujer más bella que ha hollado esta tierra. Un ángel que escapó del paraíso mientras algún celador despistado dejó las puertas abiertas.
            No he dejado de pensar en Vanesa desde aquella tarde en que, literalmente, tropecé con ella.
            Jugaba a la pelota en la calle con unos amigos, cuando uno de ellos dio un pase largo elevado y yo me lancé en persecución del balón. Corrí con la mirada perdida en el cielo rojo del atardecer calculando dónde caería la pelota, y olvidé por completo que nos encontrábamos en un sendero transitado. Lo cual era normal, considerando que jugábamos frente al almacén del barrio.
            «Es mía» me dije al ver la esfera de cuero acercarse, sabiendo que le había ganado en velocidad a mi oponente. La pelota durmió al instante en que se posó sobre mi empeine. La pisé y luego, con una elegante finta, hice pasar de largo a mi marcador.
            Me dispuse a correr rumbo a ese improvisado y precario arco hecho de escombros,  a modo de diminutos postes sin su correspondiente travesaño; cuando de repente ella se atravesó en el campo de juego.
            Mis felinos reflejos me permitieron frenar a tiempo, y evitaron que la chocara con la fuerza del empuje que llevaba por mi alocada carrera. No obstante, Daniel, quien me perseguía, no supo detenerse a tiempo y topó contra mí, arrojándome contra Vanesa.
            —¡¿Por qué no tenés más cuidado?! —Fueron las primeras palabras que le oí decir.
            —Perdón —balbuceé, inexplicablemente hechizado por esos hermosos ojos verdes que fulguraban tímidos tras sus gafas—. ¿Estás bien? —pregunté, y lo poco que quedaba de mi voluntad se marchó de mi ser al verla sonreír. Jamás había visto sonrisa tan bella, natural ni tierna.
            —Sí, pero debés tener más cuidado —respondió. De la ira con que me recriminó el pequeño traspié ya no quedaban rastros. Su voz se tornó dulce y melodiosa, como ha de ser la voz de un ángel.
            —Lo tendré —prometí. Luego, en tono zalamero añadí—: Nunca me perdonaría si llegara a lastimar a una mujer, mucho menos a una tan hermosa como vos. —Si un ápice de vergüenza permanecía aún en mí, se evaporó en ese preciso momento.
            De aquella calurosa tarde de verano, la forma en que nos conocimos quedará grabada en mi memoria por siempre.

♥♥♥♥♥

            Es curioso como ciertas personas se hallan en un mismo planeta, una misma ciudad, un mismo barrio y no se encuentran hasta que el destino así lo determina.
            Vanesa vivía a cuatro casas de mi hogar, y no lo supe hasta que mis espías —esos amigos entrometidos que todos tenemos— me comunicaron tan importante información.
            Desde entonces busqué excusas para conversar con ella nuevamente.
            Hablar con Vanesa era placentero, reconfortante y misteriosamente cautivante.
            No interesaba demasiado el tema de conversación. Yo simplemente quería oír su voz y perderme en la infinita profundidad de sus ojos.
            Soñar despierto con un futuro donde nadie más importara, sólo ella.
Sólo ella y yo en un mundo sin tiempo.
            Finalmente, tras varias jornadas de pláticas amenas —el medio común para la ardua investigación sobre su ser interior—, y de caer aún más en el mágico encanto de la plácida insensatez de exponer mi alma, acordamos una cita.
Ocurrió el fin de semana que le siguió a nuestro encuentro.

♥♥♥♥♥

            El fin de semana llegó, como era habitual, al finalizar la semana.
            Promediaba la mañana. Era un bello día. El calor aún se negaba a abandonar la ciudad pese a que el otoño ya había desempacado y remoloneaba en los rincones.
            Caminaba abstraído, perdido en la inmensidad del firmamento.
La brisa vivificante me despabiló de mis ensoñaciones.
            «Bien. El día llegó. Vanesa espera» me dije. Luego, con cierto resquemor, me pregunté: «¿Qué es lo peor que podría pasar?» Callé mientras cavilaba con detenimiento en las múltiples posibilidades. Reparé en una: «Que me rechace y me dé una buena bofetada. Una piba más, ¿qué más da?» me respondí, y salí en dirección al lugar acordado.

♥♥♥♥♥

            El centro comunitario del barrio era el punto de reunión. La excusa: una feria de libros.
            Para llegar a destino, debía pasar previamente por el potrero local. Una modesta cancha de tierra aledaña al dichoso establecimiento.
            Iba como de costumbre, observando el suelo, perdido en algún pensamiento sin sentido, cuando oí que alguien llamaba mi nombre.
            —¡Xero! ¡Xero! —vociferaba Jacobo encarando hacia mi persona, y dejando atrás a un grupete de pibes del vecindario y otros que nunca había visto antes—. ¡Xero! ¡Xero! ¡Sordo, te estoy  llamando a gritos! —insistió. No es que yo no lo oyera, sino que supe anticipar lo que estaba por ocurrir; sin embargo no pude impedirlo.
            Debería haberlo ignorado, es lo que suelo recriminarme cuando rememoro aquel día.
            Jacobo me alcanzó. Nos saludamos. Debería haberlo ignorado.
            Habían organizado un partido de fútbol contra un equipo de otro barrio.
            —Nos falta uno —explicó Jacobo.
            Quise rehusarme a participar del juego, pero debo admitir que mucho esfuerzo y convicción no empleé.
            Volví a casa, me cambié de ropa y regresé al potrero.
            “La redonda” siempre fue más fuerte que yo.

♥♥♥♥♥

            El partido comenzó, y el mundo se esfumó llevándose mis compromisos con él.
            El marcador cambiaba constantemente. Por momentos ganaban los visitantes, luego nosotros pasábamos al frente. Ellos se ponían en ventaja. Nosotros lo dábamos vuelta.
            El resultado no tenía un dueño asegurado.
            Hubiese sido un simple día más, como cualquier otro en que nos reuníamos para jugar a la pelota. Pero no lo era, y una jugada cruel y fantástica me lo recordó.
            Quise emular a Zidane cuando asistió en forma brillante a Portillo en aquel gol contra el Valencia, aquel cuatro a uno de dos mil tres.
            Tiré bicicleta. Pierna derecha para allá, pierna izquierda al otro lado, danzando en torno al balón. De nuevo, la zanca diestra para un lado y luego la zurda que sorprende al defensor; permitiéndome escapar por su costado derecho con el cuero en mi dominio.
            Dejé al zaguero a mis espaldas.
            «Mano a mano con el arquero. Es gol seguro» me dije. Después me relamí saboreando la victoria.
            Me dispuse a rematar, cuando noté que el mundo comenzó a girar violentamente y un punzante dolor agobiaba mi tibia.
            Nunca supe el nombre del pibe que me hizo dar dos vueltas por el aire antes de caer de espalda sobre el suelo.
            —¡¡Foul!! —gritó alguien.
            —¡¿Pero vo’ so’ loco?! ¡¿Cómo le vas a pegar así?! —exclamó otro.
            Me reincorporé, más dolido por el hecho que mi jugada de fantasía fuese frustrada que por el golpe en si.
            —Me bajaron a mí —dije, y tomé el balón—. Yo pateo.
            Tiro libre. La barrera se acomodó. El arquero se cubrió el rostro, haciéndose visera con las manos enguantadas porque el sol le molestaba.
             «No voy a fallar» afirmé para mis adentros mientras imaginaba que la pelota se clavaba en uno de los ángulos, allí donde las arañas tejen su trampa.
            Pateé con total convicción.
            Fallé. El balón pasó poco más de un metro por encima del travesaño.
            Como yo perdí la pelota, fue mi obligación ir a buscarla.
            Deje la cancha con parsimonia y me encaminé a la calle. Mas sólo di un par de pasos cuando “la redonda” volvió brincando en soledad.
—Procura no olvidarla —pidió quién había arrojado el balón. Al comienzo, sólo pude ver una silueta recortada contra el dorado sol poniente. Pero reconocí la voz: era Vanesa.
            Los dos amores de mi vida se habían encontrado en un mismo lugar.
            El amor que mi corazón pedía a gritos desesperados.
            El amor que mi alma anhelaba con todas sus fuerzas.
            Vanesa y “la pecosa”.
            Había olvidado mi cita con ella.
Era tarde. Muy tarde.
            ¿Qué le habré dicho? No lo recuerdo. Sólo recuerdo sus palabras: «¡No quiero volver a verte!»

♥♥♥♥♥

            Ese día salvamos el honor del barrio.
Ese día me anoté  con un par de goles y unas cuantas asistencias.
Ganamos el partido. Ganamos la gaseosa.
Ganamos, pero yo perdí. Perdí mi amor. Lo dejé escapar. Otra vez.

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